Mares cercados ambos, encuadrados por culturas diversas que se expresan en idiomas de origen distinto, el Caribe y el Mediterráneo se han comparado con frecuencia. Sin embargo, han sido modelados por procesos históricos diferentes. Aunque hubiera conocido conflictos bélicos, el Mediterráneo— bordeado por las costas de África, Asia y de la Europa meridional— por vía del intenso intercambio comercial tendió puentes entre el Extremo Oriente y la estrecha puerta de salida hacia el Atlántico. Fue espacio de confluencia de saberes de origen remoto que, fusionados, forjaron las bases de la cultura occidental.
Fue un ser inmenso, lleno de luz, pródigo en inteligencia y vitalidad a pesar de su corta existencia. Vivió cuando en nuestra Isla había tranvías y coches de caballos, cuando las ideas se amplificaban impresas sobre el papel o a viva voz.
Se les ve andar con semblantes de satisfacción, esos que transmiten el buen sentir, mientras descubren las calles, plazas y sitios emblemáticos de Santa Clara. Todo denota en estos turistas tranquilidad en la apacible ciudad que les abre sus puertas.
Luana ya nació. Bella, radiante, amada por su hermana mayor, Luciana. Está en casa, reina de su espacio, creciendo, robándose sonrisas y mimos. No tiene idea del susto que pasamos, de la angustia de su madre, de las preocupaciones… por suerte, ya todo está bien.
Nadie como los cubanos para conocer el significado exacto de resiliencia. La capacidad de nuestro pueblo de resistir y evolucionar frente a las situaciones adversas bien podría asombrar a Charles Darwin si resucitara. En el ADN de los nacidos aquí parecen estar codificados los deseos de superar los retos sin importar cuán difíciles sean y una voluntad enorme para cumplir metas personales.
A pocas cuadras de mi casa, me detuve junto a un portal para acomodar la mochila y un grito infantil me sorprendió: «¡Pao, pao, vaya! ¡Y castiga´o pa´l rincón, que pa´eso soy tu padre!». Miré sobresaltada y via un chico de unos seis años sentado en el piso, jugando con unos muñecos plásticos de superhéroes que indudablemente en su fantasía cumplían otros roles.
En lo alto de una colina se edificaba La Yaya, un pueblo nuevo destinado a ofrecer vivienda digna a los pobladores comprometidos a impulsar un ambicioso plan de desarrollo. Para realizar su trabajo, los constructores habían instalado una planta eléctrica. La luz se proyectaba hacia toda la zona como poderoso imán ante la mirada de los habitantes del territorio. Sometida a años de duro enfrentamiento que había tronchado vidas con la consiguiente fractura de la unidad de las familias situadas en campos opuestos, la zona no había podido recibir los beneficios introducidos por la transformación revolucionaria del país.
En uno de los programas de Pasaje a lo desconocido, el conductor y periodista Reynaldo Taladrid conversó con un profesor de artes marciales. El tema de aquel momento ya lo he olvidado (era algo sobre el autocontrol); pero lo que sí recuerdo fue una respuesta del docente.
Cuando a la vulnerabilidad se le agregan los apellidos que vislumbran confianza y esperanza se convierte de súbito en el bálsamo tantas veces soñado por los necesitados de que le tiren la tabla salvadora.
¿Qué opinas del Código de las Familias?, pregunto. Muecas, esbozo de sonrisas y ceños fruncidos son las primeras respuestas que recibo de los rostros de algunas personas que acudieron a la consulta popular del texto a la que asistí. Otras pocas personas sí quisieron hablarme con fundamento y varias prefirieron seguir su camino dándose por no enterados de mi interrogante.