A pocas cuadras de mi casa, me detuve junto a un portal para acomodar la mochila y un grito infantil me sorprendió: «¡Pao, pao, vaya! ¡Y castiga´o pa´l rincón, que pa´eso soy tu padre!». Miré sobresaltada y via un chico de unos seis años sentado en el piso, jugando con unos muñecos plásticos de superhéroes que indudablemente en su fantasía cumplían otros roles.
No conozco a esa familia, y no me hace falta para entender la escena, porque tal vez la explicación que tengansus adultos sea muy parecida a la que leo cada día en las redes sociales: «El golpe es válido si educa»… «Hay chiquillos que te sacan de quicio y hay que zarandearlos para hacerlos obedecer». «Si corre al peligro, mejor darle para que aprenda en el futuro».
La lista es más larga, y tal vez usted quiera sumar otras razones que ha escuchado o defiende. Probablemente las mismas que usó la generación que nos educó, y la anterior a esa. Las que ya acepta sin más ese menor e incorpora a sus juegos.
Hay cadenas culturales de errores que parecen infinitas. Hasta que se acumulan condiciones para dar un salto cualitativo y a la vuelta de una década la gente pregunta: ¿De verdad era así?
Con total transparencia, quiero contar lo que aprendí con los cintazos, chancletazos y coscorrones que recibimos los fiñes de mi extensa familia, y usted dirá si no llegó a las mismas conclusiones en esa edad de adivinar cómo ajustarse a las normas familiares… y sobrevivir en el intento.
Estas son mis lecciones de entonces: Si te portas mal, involucra a otros para que haya más nalgas y el golpe toque a menos. Si te escapas, demora cinco o seis horas en aparecer, para que el berro por tu indisciplina se rebaje con el alivio de que no te pasó nada malo. Si rompes algo, escóndelo y cállate todo lo que puedas… cuando aparezca, meses o años después, se reirán de esa tontería tuya, más que pensar en la pérdida.
Hay más: si tu padre te pega porque es más fuerte, trágate el llanto y espera, que a la vuelta de unos años las condiciones físicas se equipararán y tú serás libre, porque ya no serás controlable con esos rudos métodos. Si tu madre te humilla frente a tus colegas, aprende cómo actuar cuando ella tenga visita y a ti solo te interese que esta se vaya para que te sirva la comida. Si te pegan en la escuela, grita bastante para que la maestra se arrepienta de haber llamado a tus padres.
Si te ponen el cartelito de «imposible», ni te esfuerces por ser mejor. Si tienes tanta rabia que no entiendes cómo dicen que te aman tras provocarte marcas dolorosas —en el cuerpo y el alma—, niégate a comer para herirlos a ellos. Deja de bañarte, de compartir alegrías, de agradecer el hecho de tener casa y familia, un privilegio que en el mundo falta a millones de seres de tu edad.
Así, a lo crudo, eso es lo que se aprende con los golpes en la infancia. Ese es el saldo de cambiar paciencia por rispidez, creatividad por necedad, precaución por miedo, respeto por autoritarismo y confianza por reglas rígidas que muchas veces ni usted mismo está dispuesto a cumplir.
Los hijos son apenas bebés, niños y niñas, adolescentes, adultos en construcción constante, no delincuentes sin futuro o rebeldes sin causa. A menos que eso siembren en su corazón.
Si le estresa lidiar con sus diferencias, empiece a pactar normas flexibles y demuestre que pueden cumplirse. Y apele a su inteligencia, no a su cavernícola interior, que el lenguaje se ha desarrollado mucho más que el puño en estos milenios.
Para educar el autocontrol es mejor partir del conocimiento de las consecuencias y no desde el miedo a las sanciones. Entre otras cosas porque exige mucha energía velar por lo que hace cada minuto otro ser que piensa por sí mismo, y como la única compañía segura las 24 horas es la de su propia conciencia, es ahí donde se deben impregnar las reglas, no en la piel.
La crianza positiva, sin golpes ni castigos traumáticos, es totalmente posible. Lo digo desde la evidencia científica, que abunda en internet, y desde mi orgullo de madre con 24 años de experiencia sin pegar ni un cocotazo, y no porque mi niño fuera «un ángel», sino porque era mi proyecto de persona, mi obra de lujo, y no tenía sentido tomar dolorosos atajos, que no lo hubieran conducido al hombre que ya es.