DE los regalos que trae la maternidad, amamantar es de los más grandes. No haberlo experimentado aún no me aleja del sentir pues, al contrario, lo anhelo. Es la magia de seguir dándole vida al nuevo ser que trajiste al mundo y, sobre todo, darle amor.
HAY relatos que nos pasan por el lado como soplos del estío y seguimos caminando sin voltear la cabeza. Hay historias preciosas que, en el torbellino del día a día, se nos van como arena entre los dedos sin darnos cuenta de que deberían formar parte de nuestra memoria colectiva.
Hace 55 años nació uno de los símbolos identitarios de nuestra nación más universales y que, por cierto, forma parte de la cotidianidad más inimaginable en cada frase, en cada escena de la vida de cubanos y cubanas.
LA razón principal de mi felicidad reside en dos factores: amistades conquistadas a lo largo de la vida y el sentido que le imprimo a mi existencia. Las amistades me despiertan amor y me hacen sentir amado. Es un privilegio saber que puedo tocar a la puerta de amigos y amigas a las tres de la madrugada en ciudades de Brasil y del extranjero, sin aviso previo, con la certeza de ser bien recibido.
El cine Yara volvió a llenarse, pero no solo de gente. Se llenó de memoria, de piel erizada, de esa alegría que solo brota cuando lo que se celebra es más que un triunfo: es un pedazo de patria hecho carne, sudor y gloria. Casi un año después de que París 2024 lo viera coronarse por quinta vez en lo más alto del podio olímpico, Mijaín López Núñez regresó. Y volvió, no con el mono rojo con el que elevó el nombre de Cuba al firmamento, no sobre el tatami, sino en su pura presencia y en la pantalla grande, en un documental que es mucho más que un recuento: es un abrazo.
«No te apures, es mejor perder un minuto en la vida que la vida en un minuto», fue la primera lección de seguridad vial de mi papá cuando, a mis siete u ocho años, me enseñó a cruzar la calle principal de Corralillo, que ocupa un tramo de la carretera Circuito Norte.
«¿Coronaste, tanque?», me soltó aquel niño que no rebasaba los diez años como para saber si había logrado mi objetivo. La expresión me tomó por sorpresa, tengo que confesarlo. No solo por lo inesperado de la interrogante y la edad de mi interlocutor, sino porque —por un instante— dudé si esas palabras pertenecían al español que conozco o si eran parte de ese léxico emergente que las nuevas generaciones manejan con naturalidad, mientras los adultos intentamos descifrarlo como si fuéramos traductores de un idioma desconocido.
Por aquellos días de agosto de 1978, el sol parecía más intenso sobre Nueva Gerona, no solo por el calor del verano, sino que se sentía también la temperatura de la historia.
EN los tiempos de cambios, como estos, no parece que cambia todo lo que debe cambiar. A veces (o muchas veces o en ocasiones) cambia lo que no se debe. O lo que debe permanecer renovado, se desplaza o se empuja por otra «cosa»; que a algunos (o a unos cuantos) les parece bueno, novedoso, actualizado, lo último. Lo chic.