LA crisis cubana actual es tan espesa que segmentos sociales la perciben como una selva impenetrable.
Les resulta tan enmarañada, o tupida, que sienten muy difícil desbrozarla para salir al limpio, a ese claro de luz que se nos antoja más distante mientras más lo añoramos o buscamos.
No se trata solo de una percepción asociada a la situación general del país, ya de por sí con un zarzal de oportunistas agresiones externas, agravadas por acumuladas debilidades estructurales internas, sino del no menos espinoso, angustiante «padecer» cotidiano que produce esa combinación. Fíjese que no digo «vivir cotidiano» de amplios grupos sociales.
Para los enemigos del proyecto nacional cubano este era el punto de ebullición político preciso en el que pretendieron siempre poner a la Revolución en Cuba, aunque las condiciones geopolíticas imperantes en el mundo no lo hicieron posible hasta ahora.
Si algo debería estar muy claro para nuestras vanguardias revolucionarias,
es que los enemigos de ese proyecto nacional no perderían esta opor-
tunidad.
El agravamiento de la situación social, económica y política del país será gestionado al máximo con el propósito de que ocurra una implosión.
Que la crisis sea tan aguda que, además de paralizar la vida del país y poner a la población en insoportables condiciones de subsistencia, se desquicie absolutamente la capacidad de respuesta.
La apuesta subversiva es a una institucionalidad desequilibrada y, por tanto, detenida por la magnitud, integralidad y alcance de los problemas. Superada definitivamente por estos.
Si quiere conocerse a fondo el alcance de esa obsesión mezquina basta revisar el informe anual de los daños provocados a la nación por el bloqueo, tan perverso, continuo y extendido que incluso condiciona que no falten fajas sociales que le quiten peso dentro del tsunami de nuestras dificultades. La semana que termina se hizo público, por el Canciller, el informe de este año a la Asamblea General de la ONU, aunque la más grave de sus consecuencias, no siempre contabilizada ni posible dar en cifras, es que no faltan quienes culpan a la víctima y no al victimario por sus consecuencias.
De tanto y por tanto tiempo repetirse, nos hemos vuelto culpables hasta de no tener la suficiente capacidad comunicacional para explicarlo. Y hasta ello se vuelve en nuestra contra.
Ahora bien, si los enemigos de la Revolución en Cuba están agravando y combustionando la crisis nacional para alcanzar el propósito de derrotarla, de nuestra parte lo que se espera es que la trabajemos para atenuarla, hasta superarla y vencerla.
He reiterado bastante por estos días, en encuentros con colegas, que el país semeja hoy una represa cuya cortina pareciera estar llegando a su tope de resistencia por la crecida continua de las presiones. Lo único que puede salvarla es que funcionen eficazmente sus aliviaderos.
Ya que uno de los grandes tormentos cotidianos para millones de cubanos es la falta de agua, creo que viene bien hacer este paralelo hidráulico con la severidad de la situación actual.
Admitamos que no siempre congeniamos con la urgencia de quitar un pedacito a los problemas, como tanto se ha insistido. En algunos ámbitos más bien pareciera que los agregamos por día, y eso es algo que no podemos permitirnos en estas delicadas circunstancias.
Merece reiterarse, porque pareciera sencillo para entenderse, que, en estos momentos, deberíamos evaluar la eficacia de nuestro actuar por cómo, con los resultados, agregamos o quitamos presión a la susodicha represa. Si abrimos o cerramos el curso a los aliviaderos al poner a fusionar —como bomba nuclear social de nuestra cotidianidad— los ya de por sí durísimos problemas objetivos con los subjetivos.
Se trata, nada menos, de que, mientras el enemigo busca la irritación, de nuestra parte corresponde hacerlo con la paz y la cohesión social, que cree el clima adecuado para la solución. No es ingenua la insistencia de la guerra mediática en el derecho de manifestación y en propulsarlo para la sedición política.
Olvidan que el socialismo en Cuba nació del derecho del pueblo a la más radical de las manifestaciones, la revolución armada, por lo que, por principio, no podría pretender privar al pueblo de ese o ningún otro derecho político esencial.
Por ello es fundamental que el sistema institucional y de organización democrática surgido de la Revolución, con una estructura pródiga hasta la base, se despoje de distanciamientos, almidona-
mientos almibarados, actuaciones burocráticas y otras deformaciones.
Los incidentes más costosos de los últimos tiempos alertan de que podremos tener una muy buena estructura, pero no podría decirse lo mismo del funcionamiento del engranaje y de la integración popular participativa en este. Bien acoplado sería un importantísimo sensor y equilibrador social, sobre todo en medio de la serie de tormentas locales y nacionales severas.
Esa es una de las razones por la que resulta atinada la decisión, anunciada en reciente debate del Presidente y el Primer Ministro cubanos con autoridades políticas y gubernamentales de todos los territoriales, de liberar a los delegados del Poder Popular para que se incorporen, a tiempo completo —siempre que puedan—, a la gestión coordinada y más coherente de esta crisis.
Casi resultaría un suicidio político que, en medio de esta crisis, la ciudadanía se sienta sola, desamparada, desprotegida, o enajenada.
El sensor social de estos tiempos no puede ignorar que, aunque dicha crisis es general, sus repercusiones son muy particulares y diferenciadas. Hay desde los grupos que se enriquecieron a su sombra hasta los que se despeñaron al fondo de la pirámide social, en una sociedad más estratificada. Cada uno merece también su respuesta diferenciada.
Trastocando nuevamente una idea del Che en su ensayo sobre El socialismo y el hombre en Cuba, sería cuando menos temerario que el bosque nos impida ver los árboles….