En uno de los programas de Pasaje a lo desconocido, el conductor y periodista Reynaldo Taladrid conversó con un profesor de artes marciales. El tema de aquel momento ya lo he olvidado (era algo sobre el autocontrol); pero lo que sí recuerdo fue una respuesta del docente.
Taladrid lo ponía en situación y preguntaba qué haría él si en medio de una cola o en un tumulto una persona irritada trataba de ir hacia adelante a como fuera. «Yo la dejaría pasar», respondió el aludido con toda tranquilidad. El presentador mostró asombro: «¿Seguro?». «Claro —sonrió el invitado—. Le diría: “Pase, pase usted, por favor: tenga cuidado”».
Según el invitado, las razones de su actitud eran varias, aunque la más importante era que en el fondo esa persona estaría necesitada de compasión por encontrarse tan alterada. Taladrid entonces se echó a reír: «Sí, claro: pelear con usted es un problema». El profesor encogió los hombros: «No es tan así. Los golpes muchas veces ni hacen falta: la buena educación también es un arma».
¿Leyeron bien? Pues miren, de verdad que sí. De esa idea se pueden
sacar muchas lecciones; sobre todo para el contexto cubano. Sí, porque el criterio del profesor viene a recordarnos lo útil, lo imprescindible y hasta lo urgente que resulta el uso de la buena educación.
Ya sobre el tema se ha hablado demasiado y parece que se deberá continuar con insistencia. Las vicisitudes económicas se han expresado en la conciencia social a través de un abanico de males y, como se ha dicho, uno de estos ha sido la extensión de las groserías más rampantes.
En ese reinado de la vulgaridad llama la atención cuando llega una persona a un lugar y da los buenos días. Enseguida, por algún lado (obsérvenlo bien), habrá un ceño fruncido o unos ojos achicados en signo de extrañeza. Incluso hasta se descubrirá un cuello estirado en visible señal de asombro. Es decir, lo normal convertido en un Objeto Volador No Identificado (OVNI).
Sin embargo, hay algo que a lo mejor se ha olvidado: la capacidad de la educación formal, del civismo, del trato respetuoso, de los buenos modales para neutralizar los conflictos o, por lo menos, ponerle una barrera a la agresividad.
Si lo desea, haga la prueba. Cuando llegue a cualquier parte donde estén los ánimos crispados, pronuncie ciertas palabras claves («Buenos días», «Con permiso», «Por favor», «¿Cómo está usted?») en tono mesurado, con buena dicción, sin la chabacanería de la gesticulación barata o el contoneo de hombro y chancleta acompañado del «¿Qué bolag?».
De seguro, al mostrar un mínimo de civismo, surgirá de inmediato un cambio de actitud, mezclado hasta con una especie de sobresalto. Entonces la agresividad bajará, el metal de las voces se modulará y, sin pedirlo, aparecerá la voluntad de ayudar.
Pero si las aguas mantienen su curso, si persiste la vulgaridad, sea cortés. Diga «Sí, por favor», «Como usted diga; no hay problemas» y verá a la contraparte quedarse inquieta, desconcertada. Reprimida en su propia violencia.
Esa es el arma del profesor: la del respeto. La que muchas veces tiene mejor efecto que un buen puñetazo. La que vence sin tener que pelear, y con un añadido: ponerla en práctica no cuesta nada. En cambio sí aporta mucho, diríamos que demasiado, para suerte y salvación de toda la sociedad.