En lo alto de una colina se edificaba La Yaya, un pueblo nuevo destinado a ofrecer vivienda digna a los pobladores comprometidos a impulsar un ambicioso plan de desarrollo. Para realizar su trabajo, los constructores habían instalado una planta eléctrica. La luz se proyectaba hacia toda la zona como poderoso imán ante la mirada de los habitantes del territorio. Sometida a años de duro enfrentamiento que había tronchado vidas con la consiguiente fractura de la unidad de las familias situadas en campos opuestos, la zona no había podido recibir los beneficios introducidos por la transformación revolucionaria del país.
Recién llegados, en espera de nuestra ubicación definitiva en los lugares donde emprenderíamos nuestro proyecto de animación cultural, permanecíamos en una casa semiabandonada. La brisa nocturna producía un rumor algo siniestro en los pinares de los alrededores, ambiente propicio para revivir historias de fantasmas que a veces parecían cobrar dimensión real con las correrías de los puercos jíbaros que andaban por la zona. Habíamos contado con el respaldo del Grupo Escambray para que Nicolás Chaos, entonces al frente del extenso regional Escambray, aprobara nuestro propósito de contribuir a la animación cultural del territorio. Yo había acumulado cierta experiencia en la difusión del arte y la literatura, sobre todo en mis años de labor en la Biblioteca Nacional, junto a María Teresa Freyre de Andrade.
El proyecto renovador consistía en la edificación de tres pequeños conjuntos urbanos —La Yaya, El Tablón y La Parra— dotados de electricidad, agua corriente, acceso a la televisión y a escuelas urbanas modernas, para alojar a la fuerza de trabajo encargada de atender un plan de desarrollo ganadero en gran escala, mediante la aplicación de las formas de pastoreo propuestas por el francés André Voisin y el cruce del resistente Cebú con las altamente productivas vacas Holstein. Tal y como se había previsto, el resultado acrecentaría la disponibilidad de leche que permitió instalar en Cumanayagua una fábrica de quesos de variada tipología con la ayuda de técnicos entrenados en Italia. A los campesinos dispuestos a integrarse voluntariamente al cambio de vida, el Estado remuneraría el arriendo de las tierras otorgadas por la Reforma Agraria y los autorizaría a utilizar una parcela para solventar las demandas del autoconsumo. Los viejos podrían disfrutar en la pantalla la evocación del ya desaparecido guateque, mientras los jóvenes sucumbían al encanto musical que les ofrecían las transmisiones de Nocturno.
A pesar de tan miríficas perspectivas, la propuesta colocaba a los campesinos ante una dramática disyuntiva. Conscientes de las ventajas materiales derivadas del ingreso en la modernidad, los valores forjados a través de la tradición y la cultura constituían fuertes ataduras que los anclaban en el pasado. La aspiración a tener un pedazo de tierra propia había arraigado en las conciencias a lo largo de la historia. Trabajadores esforzados disponían de libertad en el modo de administrar su tiempo, a la que habrían de renunciar a la hora de someterse a la disciplina horaria inherente a la condición de obreros asalariados. Guardaban un vínculo sentimental con el hogar edificado, mediante enormes sacrificios, con las propias manos con los árboles que habían visto crecer.
Recién llegados al Escambray, formados en el seno de la modernidad, pisábamos tierra desconocida. Casi paralizados por el desconcierto, nos interrogábamos acerca del modo más eficaz de insertarnos en un proyecto transformador. Reconocíamos la existencia de múltiples saberes. No podíamos presentarnos como misioneros paracaidistas portadores de la verdad. Diseñamos un modelo de investigación cualitativa que inducía al interlocutor a acercarse al redescubrimiento de sí mediante el rescate de su memoria, la verbalización de sus conflictos actuales y el planteo de sus expectativas de futuro. Por su fundamento dialógico, el método empleado en la indagación inducía a un doble aprendizaje. Los universitarios iban descubriendo las claves de otra cultura. Los campesinos se entrenaban en un ejercicio del pensar que favorecía el reconocimiento de sí, de su inserción en un proceso histórico concreto con el consiguiente replanteo del sentido de sus vidas. A despecho de criterios establecidos por los manuales al uso, no se interponían barreras de desconfianza entre los interlocutores. Todo lo contrario. Al observar el paso de los jóvenes que recorrían la zona sobre sus cabalgaduras, un cordial «Desmóntese», invitaba a seguir la conversación con una tacita de café en taburetes recostados al muro en lo más íntimo del bohío, cerca de la cocina, donde al calor de la leña se preparaba la pitanza de cada día.
Convertido en acción cultural concreta, el intercambio dialógico estimuló un intenso proceso de introspección en nuestros interlocutores. La gran mayoría optó por acogerse a las ventajas derivadas de un cambio de vida. Durante varios años, los seguimos acompañando en el tránsito hacia nuevas modalidades de convivencia social. Adaptamos los procedimientos a las nuevas circunstancias sin abandonar nunca los principios que nos animaron desde el comienzo, apuntalados en el respeto mutuo y en la implementación de distintas formas de diálogo, nunca autoritarias, orientadas siempre a favorecer el reconocimiento de la realidad en toda su complejidad no exenta de contradicciones. El relato de aquellas experiencias, de los tanteos, dudas, aciertos y errores sería también el de las repercusiones, en términos objetivos y en el plano de la subjetividad, de la lucha por la supervivencia a partir del período especial, tangibles ahora en La Yaya, en El Tablón y en La Parra.
Sin embargo, para quienes aceptamos los desafíos de una aventura hacia lo desconocido, las vivencias de entonces modificaron definitivamente nuestro modo de afrontar los problemas de la cultura. Asumir una perspectiva antropológica no implicaba echar por la borda los conocimientos adquiridos por vía académica. Al término de cada jornada, mis alumnos de Licenciatura Francesa se enfrascaban en el estudio de El barco ebrio de Arthur Rimbaud y seguían las huellas del pequeño Marcel, «en busca del tiempo perdido», a lo largo de los caminos de Swann y de Guermantes. Pero lo hacíamos desde un conocimiento más profundo de la historia cultural del país, hecha del entrecruzamiento y contaminación de cultura, tradiciones y valores. En el territorio soterrado de la subjetividad, fuente de vida y depósito de una espiritualidad muchas veces acallada, convivían los sueños compartidos en favor de la plena emancipación humana y el lastre de prejuicios sembrados por la colonización. No se trataba, como planteaban algunos en los febriles años sesenta, de «ascender» o «descender» al pueblo. Porque, atenidos a la definición de Fidel en La historia me absolverá, a tenor de las circunstancias del momento histórico, todos integramos, a partir de sueños compartidos, ese conglomerado social, ese complejo conglomerado, desde los científicos que elaboran vacunas, hasta el trabajador de la tierra, portador de un saber trasmitido por el legado de sus padres y abuelos. El factor cohesionador determinante consiste en descubrir lo que somos y liberar la potencialidad creativa latente en cada uno.