Mares cercados ambos, encuadrados por culturas diversas que se expresan en idiomas de origen distinto, el Caribe y el Mediterráneo se han comparado con frecuencia. Sin embargo, han sido modelados por procesos históricos diferentes. Aunque hubiera conocido conflictos bélicos, el Mediterráneo— bordeado por las costas de África, Asia y de la Europa meridional— por vía del intenso intercambio comercial tendió puentes entre el Extremo Oriente y la estrecha puerta de salida hacia el Atlántico. Fue espacio de confluencia de saberes de origen remoto que, fusionados, forjaron las bases de la cultura occidental.
En el amanecer del capitalismo, la expansión colonial europea desplazó las culturas originarias para convertir al Caribe en fuente de materias primas mediante la práctica de una economía de plantación. Bajo el disfraz de una supuesta misión civilizatoria, la demanda creciente de mano de obra barata impuso el trasplante brutal de trabajadores africanos, reducidos a la condición de esclavos despojados de derechos. De sus culturas ancestrales pudieron conservar tan solo lo que lograron preservar en su memoria.
A través del Atlántico, el comercio triangular importaba esclavos de África y enviaba materias primas a Europa. A sus espaldas quedaba un Caribe sistemáticamente fragmentado mediante el empleo de varios métodos.
La aplicación de la economía de plantación estructuraba una base productiva aún no superada en el día de hoy que afianzaba la dependencia del mercado exterior con la elaboración de mercancías de escaso valor agregado y se interponía al surgimiento de una posible complementariedad entre las distintas áreas de la región.
Al mismo tiempo, el color de la piel levantaba valladares entre los pobladores, con consecuencias en la estratificación social y en el plano de la subjetividad, a partir del desarrollo de prejuicios traducidos en estereotipos profundamente arraigados en la conciencia.
Aún después de abolida la esclavitud, los recién liberados no dispusieron de recursos para fomentar un medio de vida que les garantizara formas de subsistencia. Permanecieron condenados al desempleo o al acceso a puestos de trabajo temporeros y mal remunerados. Carentes de tierra propia, acudieron a las ciudades, donde lograron asentarse en zonas marginales y se hacinaron en los llamados solares, equivalentes urbanos del barracón de antaño.
Una investigación en curso por parte de la profesora Graciela Chailloux revela otras diferencias, derivadas de las distintas formas de colonización aplicadas por las potencias metropolitanas a tenor de sus lenguas, culturas y organización social.
Así, por ejemplo, en las Antillas británicas, los propietarios de los bienes, mayoritariamente ausentistas, delegaron la administración de los negocios en funcionarios encargados de defender sus intereses, mientras los españoles, segundones privados de herencias, impulsados por la necesidad de hacer fortuna propia, se instalaron en América y sucumbieron a un proceso de acriollamiento.
Valdría la pena profundizar, además, en las políticas de cristianización, sujetas a las tendencias divergentes impuestas por la confrontación entre Reforma y Contrarreforma. En este último caso, sobrevivió la memoria viva de la mitología de origen africano a lo largo de un proceso de transculturación que se manifiesta en Cuba, Haití y Brasil, por citar tan solo los casos más conocidos.
En fecha reciente, Casa de las Américas difundió un conjunto de entrevistas a escritoras caribeñas realizadas por la poetisa matancera Laura Ruiz, quien elaboró sus cuestionarios a partir del conocimiento de la vida y la obra de cada una de sus interlocutoras, con lo cual revela una realidad sociocultural estremecedora.
Instaladas en la diáspora, perdida la conciencia de su identidad nacional, muchas han vuelto la espalda a sus países de origen, integradas en la distancia a sectores de variada procedencia, unidas tan solo por el color de la piel. En contraste, las cinco cubanas mantienen su arraigo en la historia y el destino de su país, del cual dimanan el sentido y la proyección de su tarea de creación.
Cuba se ha caracterizado por desarrollar un proyecto integracionista. Lo hicieron sus intelectuales, desde que Ramiro Guerra escribió Azúcar y población en las Antillas, revelador de las claves esenciales de nuestro común proceso histórico. Lo había percibido antes José Martí cuando comprendió nuestro papel en el necesario equilibrio del mundo. El historiador José Luciano Franco detuvo su mirada en la historia de Haití. Nicolás Guillén y Alejo Carpentier también contribuyeron a forjar un imaginario compartido.
La Casa de las Américas ha convocado sistemáticamente a un premio literario con el propósito de difundir la creación artística de nuestro entorno inmediato y ofrecer una contraparte al monopolio muchas veces excluyente ejercido por las transnacionales de la edición. A partir del triunfo de la Revolución Cubana, la práctica de acciones solidarias ha sentado las bases para el fortalecimiento de los vínculos políticos.
Parece extemporáneo abordar estos temas cuando los espacios informativos están invadidos por los acontecimientos de Ucrania, y el mundo bordea el apocalipsis con la presencia de armas de destrucción masiva, atómicas e ideológicas, cuyo alcance puede desbordar los territorios involucrados directamente en el conflicto.
Pero es necesario hurgar en la causa de las cosas. A partir de la conquista y colonización de América, las disputas por el poder hegemónico alcanzaron una dimensión planetaria. En el verano de 1914 estalló la llamada Primera Guerra Mundial. Con regla y cartabón en la mano, Francia y Gran Bretaña habían acordado la distribución del continente africano, fragmentando la unidad existente entre culturas históricas. Alemania había quedado marginada del reparto. La entonces muy poderosa socialdemocracia internacional había basado su programa político en la defensa de la paz.
Los obreros no habrían de constituirse en carne de cañón al servicio de los intereses de la burguesía. Llegado el momento decisivo contaban con poderosa representación en los parlamentos de Francia, Alemania y los Países Bajos. Sin embargo, votaron a favor de la guerra y Jean Jaurès, inclaudicable en sus principios pacifistas, fue asesinado. Desde entonces, los conflictos bélicos no han cesado, aunque en ocasiones, limitados a «oscuros rincones del mundo», hayan recibido escasa resonancia noticiosa.
Fragua de la cultura occidental otrora, el Mediterráneo es en la actualidad receptáculo de las frágiles embarcaciones que arrastran su secuela de muertos y desaparecidos procedentes del África hambreada y de la extensa zona del Medio Oriente, sacudida por la violencia introducida por la intervención extranjera.
Esta gran Humanidad es depositaria de un porvenir mejor cuando eche a andar unida por un proyecto común de auténtica liberación nacional, de justicia social, de eliminación de todas las formas de opresión, incluidas las que se ejercen a través del racismo y las campañas propagandísticas perversas, cuando articule un propósito emancipador, garantía, además, de la preservación de la vida en el planeta.