Voy a escribir una crónica… ¿Puede el periodista proponérselo? Maestros de mi oficio aseguran que ese género brota: lo inspira la emoción que sorprende al periodista. ¿Será cierto? Y qué conjuros recité yo cuando, apegado a mi turno semanal, escribí en Juventud Rebelde durante tres años aquellas crónicas en primera persona. Nunca falté a mi compromiso. Durante los días previos, pensaba, pensaba, y esperaba, como pescador que ha tirado el anzuelo.
A la salida de mi pueblo natal, Cartagena —consejo popular ubicado al norte de la provincia de Cienfuegos—, se encuentra la escuela Roberto Soto Varona, la que con más nostalgia recuerdo de mi etapa como estudiante.
Cuando Iván Hernández Ferro me dijo que Norma, que su madre, que mi maestra había muerto, sentí un tirón. Me vi en aquellas aulas universitarias, en Oriente, en Quintero, en la ciencia y la conciencia, a finales de los 80, a principios de los 90. Me vi en aquellas aulas, delgadito, los ojos de aquí para allá, de allá para acá, junto a mis compañeros queridos. Habían llegado de todas partes de Cuba, de América Latina, de África. Las imágenes volaban en ráfaga.
Es obvio que a Jair Bolsonaro le «han picado» las verdades dichas por Lula en la primera entrevista que se le permite conceder en los últimos meses.
Cuando estudié latín en la Universidad tuve que memorizar algunas fábulas de Fedro, traductor a la lengua de los romanos de las originales griegas de la autoría de Esopo. De aquel ejercicio académico han quedado en el recuerdo algunos pasajes fragmentarios. En la introducción al texto, el traductor siente la necesidad de justificar, ante el utilitarismo característico de sus contemporáneos, la aparición de elementos fantásticos, tales como el hablar de árboles y animales.
A la prensa le corresponde estar más pegada que nunca a los acontecimientos de la época en que la información rueda vertiginosa día y noche por las redes sociales, muchísimas veces hasta inventada y en otras ocasiones desvirtuando el hecho real con meras estupideces que comparten, de manera consciente o despistada, una legión de internautas.
El olor a manigua y muerte brutal marcan desde hace 55 años un sitio cercano al río Guaurabo, en Trinidad. El odio, la impotencia y la sed de sangre se confabularon para, justo allí, segar la vida de un hombre que desde el silencio estremeció uno de los contextos revolucionarios más complejos de nuestra nación.
Los niños nunca dejan de asombrarnos. La protagonista de esta historia que, lastimosamente, no recuerdo su nombre, debe tener unos seis o siete años. Es menudita, mestiza, intranquila, risueña y, sobre todo, observadora y muy honesta, como deberíamos ser todos los seres humanos.
Ahora que el país adopta decisiones para enfrentar el peliagudo —y, por demás, bastante peludo— problema de la vivienda en Cuba, vale la pena unir voluntades y reflexionar sobre uno de los obstáculos que desde ya entorpece una intención tan humana y necesaria como esa.
Mike Pompeo, secretario de Estado del Gobierno de Donald Trump, tuvo otro cargo antes de ahora. Fue director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), por sus siglas en inglés, desde el 23 de enero de 2017 hasta el 26 de abril de 2018. Una credencial que a todas luces le hace partícipe de las más sucias políticas de Estados Unidos.