El olor a manigua y muerte brutal marcan desde hace 55 años un sitio cercano al río Guaurabo, en Trinidad. El odio, la impotencia y la sed de sangre se confabularon para, justo allí, segar la vida de un hombre que desde el silencio estremeció uno de los contextos revolucionarios más complejos de nuestra nación.
Era la noche del 28 de abril de 1964. Ni las lechuzas se atrevieron a salir. Alberto Delgado olió el peligro. Sus compañeros de lucha lo habían alertado. Insistió en quedarse. Conocía como las palmas de sus manos al grupo de bandidos que rodeaba la zona del histórico Escambray. Demasiado compromiso tenía para abortar por una simple sospecha la misión ofrecida.
Las bandas, dirigidas por Cheíto León y Rubén Cordobés, habían echado por tierra la idea de que el hombre bajito, condición por la que lo bautizaron como el enano —sonriente siempre— era un resentido miembro del Ejército Rebelde. No tenían dudas: era un agente de la Seguridad del Estado, capaz sin tirar un tiro de destruir varios de los planes para acabar con la naciente Revolución.
La orden estaba clara. Primero mucho dolor. Violentos golpes. Insultos. Intentos fallidos para arrancarle información. Él lo negó todo. Conocía sus lados débiles, pero tanta era la aversión que de nada sirvieron sus palabras para apaciguar sus últimos instantes.
Las horas se hicieron infinitas hasta que un golpe en la cabeza lo dejó exánime. Lo subieron hasta los ramajes de una guásima. Colgado, en calzoncillos, y con un hilo de sangre goteándole por la punta de un pie lo encontró el amanecer.
En las primeras horas del día 29 de abril, el escarmiento se había regado como pólvora por todo el circuito sur de la otrora provincia de Las Villas. El resto de Cuba también conoció que otra muerte se cobraba en aquella zona, donde un grupo de bandidos intentaba imponer sus reglas.
Mas su verdadera identidad se conoció tres años después, en la exhumación del cadáver en el cementerio de Colón, en La Habana. Oficiales del Ministerio del Interior, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y familiares como su compañera de lucha y vida, Tomasa del Pino, fueron testigos de las declaraciones del General de Ejército Raúl Castro, que sacaron de las sombras a Alberto Delgado.
Un hombre que desde que abrió los ojos vio de cerca la pobreza. Unos escasos bártulos e historias nacidas entre el hambre y las montañas de Villa de Arico, Santa Cruz de Tenerife, de donde emigró su padre Abel, atestiguaron el crecimiento de la familia, huérfana de madre. Aún no levantaba unas cuantas cuartas del piso cuando salía temprano a recoger carbón, obligado por los difíciles tiempos.
Llegó así a ser integrante de la columna No. 11 Cándido González, del Ejército Rebelde. Luego de enero de 1959, estuvo en La Habana, donde construyó su «fachada» como desafecto al proceso revolucionario. La misión la cumpliría en la finca Masinicú, en Trinidad, en las estribaciones del Escambray. Hasta allí llevó a su esposa y al entonces pequeño hijo Alberto.
«Recuerdo a mi padre montado a caballo por la finca trasladándose en un pequeño bote que había en el río. Era un hombre de gran inteligencia natural», dice, quien aprendió al crecer que sus «tíos» y padrino Emilio Carretero fueron los causantes del dolor eterno a su familia y de esconderse bajo custodia por temor a que se cumpliera la orden de eliminar todo lo que oliera a Alberto Delgado.
Un ser humano dignificado hasta por la magia del cine bajo la dirección de Manuel Pérez Paredes. Cada escena no los presenta cercano, propio, semejante a la inmensidad de ese soldado del silencio.