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Ocaso y renacer del sol martiano

Aunque suene científicamente imposible, bien podría llamarse «Dos Soles» aquel pedazo de tierra donde confluyen los ríos Cauto y Contramaestre, lugar donde hace 130 años cayó en combate José Martí

Autor:

Mónica Sardiña Molina

La confluencia de los cauces del Cauto y el Contramaestre puso el nombre —Dos Ríos— al sitio donde cayó en combate José Martí, hace 130 años. Aunque suene científicamente imposible, bien podría llamarse «Dos Soles» aquel pedazo de tierra que presenció el duelo entre ambos astros y vio morir a uno, abatido por las balas de alguien que no sabía cuánto estaba matando, aquel 19 de mayo de 1895.

Fue un ocaso para doña Leonor Pérez, consumida por el temor de ver a su primogénito convertido en mártir y la resignación de la madre de un guerrero que siempre se entregó, primero, a su patria herida. «Yo sin cesar pienso en usted», le aseguró el hijo antes de partir desde Montecristi hacia Cuba. Le pidió la bendición y le suplicó que no padeciera, en una carta llena de amor que guardaba una despedida entre los trazos apresurados.

La repentina oscuridad se cernió sobre las cuatro hermanas que lo sobrevivieron: su «Chata romántica», su «Carmen digna», su «dolorosa Amelia», y su «sagaz Antonia», a quienes también envió un abrazo entre las letras que escribió «en vísperas de un largo viaje», deseoso de que verlas algún día a su alrededor, contentas de él. Acaso fue a abrazar a Ana, María del Pilar y Lolita, que ya no estaban.

El horizonte se apagó para José Francisco, el Ismaelillo, que quiso de lejos a un padre consagrado al deber, la agonía del exilio y el sacrificio de la guerra. Y cayó la noche, también, para María Mantilla, huérfana del amor paternal que le profesó y dejó grabado en misivas entre aleccionadoras y juguetonas.

La luz se fugó del horizonte para amigos como Fermín Valdés Domínguez, el «hermano del alma», cómplice de travesuras infantiles, inquietudes adolescentes y dolores adultos, o Manuel Mercado, el mexicano que tendió la mano a la familia Martí Pérez, impulsó al joven recién llegado a la patria de Benito Juárez en el escenario intelectual y político, y se convirtió en su confidente, hasta el día antes de morir, cuando dejó inconclusa su última carta.

Se le opacó el alma al viejo Gómez, a quien escribió con dureza: «Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento», al advertirle los riesgos de que una dictadura arrebatara al pueblo de Cuba lo que la gesta independentista aspiraba a conquistar; pero no dudó en invitarlo a la revolución posterior, sin más remuneración «que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres». Los dos se hermanaron sobre las discrepancias en virtud de un interés superior, y Martí recibió con alegría el ascenso a Mayor General del Ejército Libertador, a propuesta del Generalísimo.

El luto asoló a los exiliados que escucharon o leyeron la prosa enardecida del joven inquieto devenido Apóstol de la independencia, juntaron sus ingresos para la causa y depositaron todas las esperanzas en el Partido Revolucionario Cubano, que tuvo como delegado al más universal de los nacidos en la isla, capaz de unir voluntades, por encima de diferencias y resquemores.

En 1898 los mambises no pudieron entrar en Santiago, la patria cayó en manos del amo imperial, se volvió realidad la pesadilla tantas veces asomada en las metáforas martianas, y siguió latiendo el anhelo emancipador lejos del triunfo.

Aquel sol no se apagó. Reapareció entre nubes pseudorrepublicanas para iluminar la frustración de los mambises veteranos al entregar las armas y la oposición a la Enmienda Platt en las voces de cubanos dignos como Juan Gualberto Gómez, figura fundamental en la coordinación del alzamiento del 24 de febrero de 1895 y dueño, al decir del propio Martí, del «tesón del periodista, la energía del organizador, y la visión distante del hombre de Estado».

Renació en el furor estudiantil y antimperialista de Julio Antonio Mella, en la militancia intelectual nucleada por Rubén Martínez Villena, en la universidad popular bautizada con el nombre del Maestro, y en todo esfuerzo encaminado a derrocar a los tiranos del patio y poner fin a la dominación norteamericana.

Resplandeció en la Generación del Centenario que se lanzó a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, sobrevivió al presidio en la misma isla donde estuvo el joven Pepe tras padecer el horror de las canteras y el grillete, se aventuró al exilio y a una expedición que recordaba de muchas maneras la que desembarcó por Playita de Cajobabo, combatió en la Sierra Maestra y en las ciudades, hasta conquistar el sueño frustrado, el 1.º de enero de 1959.

Sigue brillando quien no murió en lo oscuro, entre generaciones que lo conocieron y aprendieron a quererlo a través de cartas, poemas, discursos, crónicas periodísticas o una revista infantil; entre quienes lo respetan y admiran aun desde la diversidad ideológica; entre los artistas que han inmortalizado su grandeza y su imperfección humana; entre las manos pequeñas que colocan flores junto a su busto, las antorchas juveniles que arden cada 27 de enero y la sapiencia de estudiosos que descubren cada día alguna novedad entre una vida de cuarenta y dos años que se torna inabarcable.

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