La semana laboral transcurre devorada por las múltiples tareas impuestas por mi centro de trabajo. Reservo para los fines de semana el disfrute de establecer este diálogo con interlocutores conocidos y desconocidos. Es lo que me impide ofrecer respuestas inmediatas a los acontecimientos de la actualidad.
Todo el mundo tiene una canción. Esa frase la escuché en días pasados en boca de alguien a quien no quiero mucho. Pero bueno, esta vez dio en el clavo y estoy de acuerdo con ella. Todos tenemos una canción. Pero también todos tenemos un libro y una película. También una camisa y un jean, y unos zapatos que aunque sean viejos y destartalados nos caen rebien. Una marca de cerveza o de vino. Así de complicados y «descomplicados» somos. No todos tenemos de todo, y a veces coincidimos en los gustos y por qué no, también en los disgustos.
Lo que se debe realizar para enrumbar con mayor eficacia la producción agropecuaria e industrial está bien descrito, pero todo depende ahora de su definición en la práctica diaria bajo el sol o la cobija del taller.
Resulta difícil que alguien haya dejado de zambullirse en su regazo, porque en todo tiempo supo curar —piel con piel— los ataques de nostalgia, la sal de una lágrima y el cansancio de un viaje a lo imposible.
Cuando se abrió la puerta, las luces de las cámaras de cine enceguecieron a los hombres que aparecieron a la entrada del salón. Se veían contraídos, entre ausentes o resignados a una condición para ellos nueva y, por lo tanto, incómoda. Unas semanas atrás nadie hubiera osado encandilarlos de esa manera. Era un recordatorio, que la vida les daba sobre su nueva condición.
La Ley Helms-Burton es todo lo que de ella se ha dicho, aunque no es una piñata. En primer lugar, porque no ampara demandas para la devolución de entidad alguna, por lo cual, ningún interesado pondrá un dedo en las propiedades aludidas. En todos los casos se trata de multas que, en el supuesto de ser favorecidas por algún fallo judicial, se aplicarían a las compañías extranjeras, que las operan, no al Estado cubano.
Desde lo alto de las torres Trump, con más de 3 000 millones de dólares en fortuna, no se puede apreciar la miseria y la tristeza de este mundo. Todo se ve en panorámicas triunfales, sin distingos de los más, esos que se difuminan en sus propios dolores y penurias, entre las nieblas del olvido.
Tenía apenas siete años. Vivía en Italia con mi tía abuela. En la escuela gozaba de mucha popularidad entre mis compañeras. Me sentía muy feliz. En aquel verano de 1939, como siempre, estaba pasando las vacaciones en la aldea natal de mi abuelo paterno. Con el grupito de amigos salía a buscar setas en los bosques. Jugábamos en la yerba recién cortada, apilada para preparar el heno que alimentaría a los animales en el duro invierno nevado. Algunos de aquellos muchachos, lo supe mucho después, se alzarían en la resistencia antifascista y morirían en la contienda.
Había sido de todo. Ayudante de electricista, peón de albañilería, plomero, ponchero, cargabates, parqueador de guaguas, entongador, taxista. De todo. Tenía una abundantísima experiencia acumulada en los más disímiles trabajos y una disposición formidable para todo. Listo siempre. Sin titubeos ni boberías.