Cuando se abrió la puerta, las luces de las cámaras de cine enceguecieron a los hombres que aparecieron a la entrada del salón. Se veían contraídos, entre ausentes o resignados a una condición para ellos nueva y, por lo tanto, incómoda. Unas semanas atrás nadie hubiera osado encandilarlos de esa manera. Era un recordatorio, que la vida les daba sobre su nueva condición.
El oficial que los conducía, de muy inferior graduación a la de ellos, mostró una mesa. Hubo unas palabras, un breve intento de los conducidos por ensayar un ceremonial, hasta que el gesto enérgico de otro militar de mentón fuerte y un hoyuelo en la barbilla, puso fin a la conversación e indicó su lugar en la mesa.
Wilhelm Keitel, el jefe del Oberkomando o Alto Mando de las Fuerzas Armadas nazis, colocó a un costado la gorra y su bastón de mariscal de campo, se quitó el guante de la mano derecha y lo colocó dentro de la gorra. Luego de sentarse, se acomodó despacio el monóculo y firmó sin prisas el documento que le colocaron delante.
Antes de retirarse, quizá por instinto, aunque solo fuera por unos segundos, debió observar al militar del hoyuelo en la barbilla, quien también lo miraba con energía. Era el mariscal Georgui Konstantinovich Zhukov. En el salón se hizo el anuncio: Alemania, la Alemania fascista, había firmado su rendición incondicional.
Aquel 9 de mayo de 1945 el mundo emergía de las tinieblas. La guerra continuaba ahora hacia Japón. Pero en los periódicos, en las calles, en las carreteras con vehículos calcinados, en las ciudades en ruinas, en los campos de concentración que aún guardaban el olor a carne humana cocida, en las trincheras abandonadas y en los poblados derruidos aparecía una tranquilidad que a muchos les pareció alarmante.
Desde esa fecha, pasando por las capitulaciones del 9 de mayo y la del 2 de septiembre de 1945, cuando Japón se rindió, historiadores de toda índole han hecho sus cálculos sobre el costo de la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera de ellos es espeluznante. El historiador Gerald I. Weinberg calculó el número de muertos en 60 millones de personas. Sobre ese número, su aritmética indica la triste cifra de que el conflicto duró 2 174 jornadas con un ritmo de muerte de 27 600 fallecidos por día, 1 150 por hora, 19 por minuto o una muerte por cada tres segundos.
Cuatro semanas después de su inicio, el 1ro. de septiembre de 1939, más de cien mil personas habían muerto en Polonia. Poco tiempo después de esa arrancada, un erudito británico nacido en Sudáfrica, John Ronald Reuel Tolkien, empezaba los apuntes de lo que sería su novela más famosa: El señor de los anillos. Más de diez años se tomaría para escribirla, y en su fantasía de orcos enfrentados contra elfos, enanos, hobbits, magos y hombres mortales, muchos ven una reflexión sobre la lucha entre el bien y el mal, como el que Tolkien vivió en los días de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en el símbolo que subyace en el Anillo de Sauron, el que debe atraer a todos los seres vivos para atarlos al mundo de las sombras.
La guerra finalizó, pero la atracción de ese anillo ha continuado. Cinco años después de firmada la paz, la península de Corea vivió tres años de conflicto, que entre muertos y desaparecidos de ambos bandos —civiles y militares—, superan los siete millones de tumbas. Vietnam vivió un holocausto impensable de más de dos millones de fallecidos entre sus nacionales, sin contar la secuela del agente naranja y el número de bombas sobre su territorio, el equivalente a las lanzadas durante toda la Segunda Guerra Mundial. Desde esa fecha el Medio Oriente no conoce la paz, y Siria emerge de un conflicto en el que muchos lo daban por terminado antes de comenzar.
Un cálculo elemental demostraría que las pérdidas humanas en guerras, desde 1945 hasta la fecha, suman casi otra guerra mundial. Más callada, más silenciosa y más preocupante por el gusto a la muerte, por decir que todas las cartas están sobre la mesa y por el olvido de preguntarse cuándo acabará esa inclinación humana al desastre. Por eso, a pesar de los años, a pesar de tantas ediciones, a pesar de tantas películas, la lectura de Tolkien sigue siendo una urgente y callada necesidad.