Tenía apenas siete años. Vivía en Italia con mi tía abuela. En la escuela gozaba de mucha popularidad entre mis compañeras. Me sentía muy feliz. En aquel verano de 1939, como siempre, estaba pasando las vacaciones en la aldea natal de mi abuelo paterno. Con el grupito de amigos salía a buscar setas en los bosques. Jugábamos en la yerba recién cortada, apilada para preparar el heno que alimentaría a los animales en el duro invierno nevado. Algunos de aquellos muchachos, lo supe mucho después, se alzarían en la resistencia antifascista y morirían en la contienda.
De repente, estalló la tormenta. En la frontera de Polonia había comenzado la guerra. Para mí, Polonia era el nombre desconocido de un lugar ignoto. Con extrema urgencia había que recoger los pocos bártulos que me acompañaron en las vacaciones, marchar a París y seguir viaje a Cuba. En el tren se mostraban las señales de aquelarre. Jóvenes turistas británicos, convocados al servicio militar, llenaban los pasillos portando shorts y raquetas de tenis. Quizá algunos marchaban hacia la muerte.
En París conocí las ventanas tapiadas, la alarma por amenaza de ataques aéreos a cualquier hora, el refugio apresurado en los sótanos, las máscaras antigás. Después de muchos avatares que he contado en otra parte, llegué a Cuba, junto con mis padres. Portaba una hoja con una foto y un sello oficial que se llamaba pasaporte. Nada sabía de la Isla. Caí en medio de un idioma ininteligible, entre personas y costumbres desconocidas. Tuve que esperar por septiembre del año siguiente para integrarme a la escuela. Un mes más tarde ya había aprendido el significado del 10 de Octubre y algo sabía de Carlos Manuel de Céspedes. Pero el trauma del desarraigo tardó mucho en superarse. Fueron noches de dormir inquieto, de irritabilidad siempre a flor de piel. Me llegaron cartas de mis 40 compañeritas de clases que me recordaban y me echaban de menos. Luego, la guerra impuso el silencio.
Comprendí entonces que cualquier acontecimiento político ocurrido en algún lugar del planeta podía tener consecuencias en mi vida y mi destino. Tenía que aprender y entender.
Fui siguiendo el desarrollo de la guerra en un mapa de Europa. Escuchaba la lectura de prensa. En la medida en que mi nueva identidad me iba entrando en la piel y en el alma, me involucré en los sucesos de la nación. Mientras iba madurando, se acrecentaban mi conciencia ciudadana, mi necesidad de explorar las esencias del país y mi voluntad participativa, mi sentimiento solidario con el dolor de nuestra especie.
Mi vivencia personal contribuyó a que me estremeciera la lectura del diario de Ana Frank, culpable tan solo de haber nacido judía. Comprendí la violencia brutal ejercida a través de todas las formas de racismo. Sobre todo, porque pude palparlo desde la cercanía, me indignó el crimen cometido contra la inocencia de la infancia a través de la llamada operación Peter Pan.
Ante la falacia propagada acerca de la supuesta privación de la patria potestad, miles de niños fueron enviados hacia lo desconocido. Muchos de ellos padecieron las ásperas condiciones de los orfanatos. La gran mayoría quedó marcada para siempre por una experiencia traumática.
Me concierne la política porque tengo que discernir la verdad en un planeta amenazado por la depredación, por la supresión de la diversidad cultural, por la propagación del racismo, por el arranque doctrinal contra los derechos de la mujer, por la imposición de una filosofía basada en el todo vale, por el ascenso de ideas sustentadas por sectas fanáticas, por la reivindicación de las dictaduras que asolaron buena parte de Nuestra América en nombre de una falsa versión de democracia.
La derecha empoderada tras el pensamiento único ha trazado una estrategia dirigida a la manipulación de las conciencias. Las vías utilizadas son bien conocidas. A través de mensajes emitidos por distintos medios y en varias direcciones, se socava la participación efectiva en el quehacer político. Esta última, convertida en espectáculo, suprime el debate real en torno a programas sometidos a la consideración popular.
Nada sorprendente tiene que, con frecuencia creciente, los personajes que desempeñan papeles protagónicos en la pantalla conquisten el voto de las mayorías. Los debates públicos que preceden a las elecciones se reducen a pases de cuentas personales, donde lo anecdótico ocupa el sitio de lo conceptual.
Más sutil aún resulta el empleo de demandas de justo arraigo popular para condenar la banalidad de muchos políticos y provocar el rechazo a la política. Es lo que ha dado en llamarse la judicialización de la política. El caso de Brasil es el más reciente, pero no el único. Después del golpe parlamentario que destituyó a Dilma Rousseff, de impecable trayectoria, los tribunales se volvieron contra Lula, a quien nada ha podido probarse de manera fehaciente. Su encarcelamiento abrió el camino a los actuales gobernantes. En otros contextos, la asunción de la batalla anticorrupción reclamada por todos, legitima gobiernos que, en última instancia, están haciendo el juego al dominio imperialista sobre nuestras tierras.
Odiseo tapó los oídos de sus compañeros de viaje para que no se dejaran atrapar por la seducción traicionera de las sirenas y pudieran regresar juntos a Ítaca. La realidad contemporánea nos impone todo lo contario. Hay que tener las antenas dispuestas al conocimiento de la realidad, apropiarse de la información y de las herramientas críticas para descifrar las verdades ocultas tras el bombardeo mediático. La batalla decisiva se libra en el plano de la conciencia y, por ende, en el de la política.