Es obvio que a Jair Bolsonaro le «han picado» las verdades dichas por Lula en la primera entrevista que se le permite conceder en los últimos meses.
«Creo que Lula no tendría por qué estar dando entrevistas. Fue un error que la Justicia le concediera el derecho a dar entrevistas. Un presidiario tiene que cumplir su pena», dijo el mandatario de Brasil mientras intentaba responder algunas de aquellas razones…
Pero seguramente lo que más le molestó no fue la metáfora usada por el dirigente popular cuando se refirió al hecho inconcebible de que el país esté gobernado por locos («No puede ser que este país esté gobernado por una pandilla de locos», dijo textualmente, en una de las aseveraciones más divulgadas por los medios), a lo que el aludido contestó con la acusación de baja estofa de que Lula y su gobierno bebían demasiada cachaza («Por lo menos no es una banda de cachaceiros», fue su declaración) en otra muestra de los escasos argumentos con que cuenta un político —al menos funge ahora como tal— a quien, además, le cuesta expresarse bien. O, tal vez, lo que le dé trabajo sea pensar bien.
Porque mientras Lula aludía con un vocablo al desorden de un gabinete donde no se sabe bien quién manda, con el país al borde de un hueco financiero a pesar de quitar los beneficios al pueblo y que, siguiendo a Estados Unidos, está tirando por la borda la antológicamente famosa política exterior de Brasil, Bolsonaro echaba mano a epítetos sin fundamento, y sin trascendencia en la vida política de una nación, porque solo buscaba dañar y herir… como hace la chusma en las más feas peleas callejeras.
Justamente por eso no vale la pena reiterar el aspecto posiblemente menos importante del encuentro de Lula con los periodistas, sino lo que más impacta: la entereza y la fuerza que, pese a todo, asisten al líder popular injustamente encarcelado, junto con sus razones; atributos morales y físicos que él logró transmitir a un público seguramente ávido de leerle o escucharle, y que serán decisorios en el devenir de su figura como símbolo de presidente justo, del Partido de los Trabajadores que representa y, por qué no, de esa izquierda regional que podría estar pensando ahora que todo, otra vez, ha perdido el camino y el rumbo. Así de fuerte ha sido la manipulación ejercida por los medios y por la justicia.
Pero él confía. «Yo estoy seguro (de mi inocencia), (el juez Sergio) Moro también lo está. Estoy aquí para buscar justicia, para demostrar mi inocencia (…)».
No estamos ante un hombre amargado ni apocado ni débil, y mucho menos derrotado; no se le ve así ni en las imágenes ni en las declaraciones que brindó. Este Lula inspira y llama a seguir luchando. Sabe que la guerra continúa, aunque se haya perdido una batalla.
«Podré seguir preso cien años, pero no cambiaré mi dignidad por mi libertad».
Eso puede ser lo más reprobable para Bolsonaro y para quienes, condenándolo, fraguaron el aniquilamiento del primer presidente obrero de Brasil no ya como ser humano, sino como figura pública y, por su intermedio, la satanización de un modelo. Hoy, sin embargo, muchos analistas se están preguntando si tendrá cómo seguir adelante lo que hace algún tiempo se identifica como la nueva derecha, representada en gobernantes como el propio mandatario de Brasil.
«El avance de la derecha en el mundo es la desmoralización de la política (…)», ha estimado Lula.
Hay que agradecer al diario español El País y al brasileño Folha de Sao Paulo no solo por llegar a él y, después, «haber subido» la grabación a internet, sino por publicar la transcripción exacta y no una versión de citas indirectas, método que habría hecho que los lectores perdieran el tono gallardo, el cariz, la transparencia que habla de la seguridad de este hombre que no se ha dado por vencido, y sigue defendiéndose con la verdad.
«Lo aprendí con doña Lindu (su madre), que nació analfabeta y murió analfabeta: la dignidad y el carácter no se venden en los supermercados y no se aprenden en la universidad. Son de nacimiento. Y a mí me sobran, y no renuncio a ellos. Son mi patrimonio».
Sabiéndolo entero, y en cuerpo y alma «vivo», se renuevan las fuerzas para seguir clamando por su libertad.