Cuando Iván Hernández Ferro me dijo que Norma, que su madre, que mi maestra había muerto, sentí un tirón. Me vi en aquellas aulas universitarias, en Oriente, en Quintero, en la ciencia y la conciencia, a finales de los 80, a principios de los 90. Me vi en aquellas aulas, delgadito, los ojos de aquí para allá, de allá para acá, junto a mis compañeros queridos. Habían llegado de todas partes de Cuba, de América Latina, de África. Las imágenes volaban en ráfaga.
Norma Ferro Segura tenía sus apellidos bien puestos. Voluntad férrea y seguridad. Te las transmitía, mientras curvaba ligeramente sus dedos, como poniendo énfasis en el aire, con aquella, su mezcla de fineza, de donaire.
En un viejo álbum asoma un artículo con su firma «El escritor y sus emociones», publicado años atrás en el periódico Sierra Maestra, al cual la ligó el periodismo durante una década, durante más: «El buen escritor es aquel que es capaz de llevar a los lectores a ver las cosas de la forma que él quiere (...) para lograr eso hay que convertir a las palabras en símbolos capaces de expresar toda la complejidad de las emociones».
No creo que pueda tanto, mas intentaré entrarles en el aula. La esperábamos cual si fuera una fiesta. Su clase era La clase. Norma se derramaba. Para demostrarnos el poder de una metáfora, la capacidad del lenguaje; ella cantaba. La recuerdo haciendo El Unicornio, de Silvio Rodríguez. La tarde se volvió azul. La descarga, inusitada. Alguien dijo bajito, en un susurro casi: «Pero... ¿la profe... se ha vuelto loca?
La profesora no pudo escucharle, pero yo estaba cerca y tomé el comentario para mí. No más concluir el turno, en una tregua, le respondí también con Silvio. Tal vez contagiado, le canté; o acaso la evocación anda jugando con mi mente: «Hay locuras que son poesía,/ hay locuras de un raro lugar./ Hay locuras sin nombre,/sin fecha, sin cura,/ que no vale la pena curar».
Un toque de locura es todo lo que hace falta en esta vida.
A Norma me la encontré muchas veces por la calle Enramadas, en los latidos de Santiago, bajo el sol. La encontré en librerías, la encontré caminando. Sin la fuerza de antes, pero toda ella en espíritu. Siempre asida a sus papeles, con poemas sueltos, ideas hermosas y dispersas; comentándome cosas y casos. Inquebrantable frente a la indisciplina, el olvido, la desidia. Norma era mucha Norma.
Cada vez la apretaba con cariño, que era rescatar el tiempo ido, que era volver, que era. Tal vez con ella también apretaba a mi madre.
Uno nunca se olvida de un ser humano de su estatura, uno nunca se olvida de una maestra que canta.