Los habituales votantes del premio de la popularidad, en el ambiente del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, seguramente se refugiarán en los impactantes despliegues genéricos de argentinos o brasileños (La odisea de los giles, El cuento de las comadrejas, La vida invisible de Eurídice Gusmão, Divino amor) en tanto escasean las propuestas cubanas (solo un largometraje de ficción en competencia, Buscando a Casal; sola una ópera prima, Agosto) que pudieran conquistar el favor mayoritario.
Era habitual verlo con los muchachos de la FEU. Su presencia en cada actividad se esperaba. Él no permitía halagos desenfrenados ni grandes homenajes, pero todos sabían que allí estaba un héroe. Y es que su historia revelaba momentos de admirar, como aquel en que fue «a ajusticiar al tirano Fulgencio Batista en su propia madriguera».
El miércoles casi asomaba sus pestañas cuando el chofer detuvo el ómnibus en el servicentro Jayamá, en las afueras de la hermosa ciudad de Camagüey. Por suerte, había combustible para reabastecer la guagua que, desde Bayamo, se dirigía a la capital cubana. «Diez minutos», dijo el conductor.
El dramaturgo Abelardo Estorino entró por la puerta grande en la historia del teatro cubano cuando estrenó La casa vieja, allá por los sesenta del pasado siglo. El protagonista de la obra regresa a su pueblo natal después de largos años de estancia en la capital. La Revolución ha triunfado. Su hermano, activista del proceso transformador, está rodeado de un ambiente favorable a los cambios. Sin embargo, el visitante observa supervivencias de antiguos prejuicios. El conflicto no se plantea en términos políticos. Se manifiesta en el campo de los valores.
Ellas son tres, pero en el imaginario popular es una sola: la lanchita de Regla. Bajo lluvia o con frío, en tiempos de bonanza y horas de sacrificio, quien necesita brincar la bahía sabe que puede contar con su segura diligencia, incluso en madrugadas de trasnochado carnaval.
En el paisaje de nuestras calles, unas maltrechas, otras relucientes y a la vera de aceras congestionadas por cuanto uno imagine, se revela una cualidad en ese enjambre de buscavidas que asumen su bregar en interminables caminatas ofreciendo las mil y una maravillas.
Cuando aquel amigo mío le quitó el papel del caramelo de las manos a mi hijo y lo lanzó por la ventana, todo mi discurso medioambientalista y de respeto hacia la limpieza del entorno voló junto al «nailito» dorado. En ese instante reafirmé la idea de que, aun dos o tres títulos universitarios o más de un grado científico no son directamente proporcionales a la conciencia de cuidar lo que tenemos. Si a eso le unimos la «archimencionada» ausencia de sanciones enérgicas contra quienes no se cohíben de lanzar sus desechos a las vías públicas, fuera de los cestos de basura, en medio de los pasillos de un hospital, en las terminales de ómnibus o en la esquina de la cuadra, donde no les molesta a ellos pero sí a todo el que pasa, no cabe la menor duda de que, entre todo lo que debe ser cambiado, también está ese paternalismo malsano hacia la indolencia y la indisciplina social.
En el criollo surgió la conciencia de la cubanía cuando inició los primeros sueños de hacer un país. Los aires de la independencia se manifestaron en América Latina y el influjo del Iluminismo había llegado a nuestras costas. El dominio de la metrópoli española extraía los bienes de la Isla. A diferencia de sus mayores, el criollo se abrió a los más anchos horizontes del mundo. Había accedido a la información y a la cultura. Se sentía dotado de la capacidad para dirigir nuestros destinos. Fracasados los esfuerzos por obtener ventajas a través de los «lobbies» que operaban en la corte, para traducir los sueños en realidades concretas resultaba indispensable formular una plataforma de ideas.
El Parlamento Europeo volvió a confirmar la sumisión de sus postulados con la política imperial de Estados Unidos al aprobar una resolución contra Cuba por falsas acusaciones de irrespeto a los derechos humanos.
La noche del pasado viernes fui al Carlos Marx para el estreno de Carnal, el más reciente disco de Buena Fe. Aunque muchos no dominamos aún las letras de las canciones, otros, por obra y gracia de los datos móviles y la realidad que suponen las nuevas tecnologías, tenían resuelto ese inconveniente. Con prodigiosa fidelidad los vi y oí recitar composiciones que nunca dejan de ser poesía de nuestra cotidianidad. Y, lo confieso, sentí envidia. A la lumbre de la bien timbrada voz de Israel y los acordes de la guitarra de Yoel, aquella muchedumbre pareció fundirse para celebrar también los 20 años de formado el dúo.