Cuando aquel amigo mío le quitó el papel del caramelo de las manos a mi hijo y lo lanzó por la ventana, todo mi discurso medioambientalista y de respeto hacia la limpieza del entorno voló junto al «nailito» dorado. En ese instante reafirmé la idea de que, aun dos o tres títulos universitarios o más de un grado científico no son directamente proporcionales a la conciencia de cuidar lo que tenemos. Si a eso le unimos la «archimencionada» ausencia de sanciones enérgicas contra quienes no se cohíben de lanzar sus desechos a las vías públicas, fuera de los cestos de basura, en medio de los pasillos de un hospital, en las terminales de ómnibus o en la esquina de la cuadra, donde no les molesta a ellos pero sí a todo el que pasa, no cabe la menor duda de que, entre todo lo que debe ser cambiado, también está ese paternalismo malsano hacia la indolencia y la indisciplina social.
Es verdad que hay detalles que fallan y que podrían alertar más y señalar mejor lo que, por lógica, las personas deberían conocer y aplicar. Lo digo porque hay quien alude a que si los cestos de basura son insuficientes, si no los encuentras, si ya hay un basurero improvisado y no lo empecé yo… pues nos asiste todo el derecho de vaciar la indecencia en las afueras de la casa, o por donde nos lleve el andar cotidiano. Pensé en eso el día de la inauguración del Parque Forestal, ahora conocido como Parque de los Dinosaurios, en la capital cubana, cuando una mujer lanzó al piso una lata vacía de refresco y, al darse cuenta de que la observaba —adivinaría mis pensamientos—, se justificó diciendo que abrían un parque y no le ponían cestos para la basura.
Los cestos sí estaban, originalísimos ellos, tanto, que cualquiera los confundía con los dinosaurios que forman parte de la ambientación del lugar, porque es cierto que son hermosos y ningún cartel o rotulado indicaba su función higiénica. Sin embargo, no por desconocimiento de su verdadera función debían ser usados entonces para subir a los niños encima de ellos con el fin de tomarles fotos o sonsacarles una sonrisa. Vi a más de un padre en plan selfi con sus hijos sobre las cabezas de los coloridos dinosaurios. Sin hablar de la cantidad de envoltorios de chocolates y extrusos de maíz, conocidos por su marca comercial como Pellys, volando por las áreas verdes del parque. Si la gente supiera que por echar basura donde no debe la salidita le costaría más que su estancia en la cafetería, de seguro se lo pensaría dos veces. Y no voy a ahondar ahora sobre lo que de terminación y detalle le faltaban al parque (señaléticas, información científica sobre los dinosaurios, aspectos constructivos…). Todo eso es fácil de terminar o de solucionar, aunque pienso que debía haber sido resuelto antes de la inauguración, porque es más importante lo impecable de una obra que la fecha en que se abre al público. Pero lo complejo es la conciencia y ese espíritu descuidado o destructivo que pervive en no pocos cubanos.
Y, obviamente, como La Habana no es Cuba, pero en mucho se le parece, este tipo de actuaciones, que a veces echan por tierra buena parte de la inversiones realizadas, sucede en todo el país. Cada cual menciona lo que conoce. Por eso pienso ahora en las fuentes creadas por la artista santiaguera Caridad Ramos en el parque Calixto García, o en las rejas y los bancos del parque José Martí, ambos en la ciudad de Holguín. Todos afectados por el vandalismo y ese afán de destrucción de la gente insensible e indecorosa que daña con sus actos lo que se ha remozado con esfuerzo y altos costos económicos, en función de la estética de lugares públicos para el disfrute social.
Mucho nos quejamos de lo que no se hace o de lo que se concibe mal. Y eso no es reprochable, todo lo contrario. Creo que de la opinión individual y colectiva debe enriquecerse el trabajo gubernamental y la sociedad toda. Pero no hay que olvidar que de las pequeñas acciones también dependen la construcción o la decadencia de un país. Y no estamos hablando de cualquier cosa, porque Cuba es lo más grande que tenemos los cubanos.