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Travesuras y detalles de Celia

El mito de la Heroína no debe eclipsar al de la mujer inmensamente humana, que vino al mundo el 9 de mayo de 1920

Autor:

Osviel Castro Medel

MEDIA LUNA, Granma.— Aquella travesura, a los cuatro años de edad, pudo haber tenido un desenlace trágico: jugando, se tragó «el biberón del bebé»; es decir, un pequeño bulbo de medicina. Por suerte, su padre, médico excelente, la hizo vomitar suministrándole un fármaco (ipecacuana) y abundante líquido.

La niña de la diablura era nada menos que Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, la quinta de los nueves hijos de Acacia y Manuel, nacida el 9 de mayo de 1920 en Media Luna, con un peso de nueve libras y tres cuartos.

Nadie podía sospechar, entonces, que esa pequeña de juegos llenos de imaginación, hiperactiva y ocurrente, se convertiría, andando el tiempo, en una figura imprescindible en la historia de Cuba.

La primera etapa de su vida es francamente atractiva, con escenas risibles y otras demasiado tristes, pocas veces mencionadas cuando se hace un recuento de la heroína. Entre los sucesos más amargos estuvo el fallecimiento de su madre, el 19 de diciembre de 1926, a solo 20 días de haber dado a luz a Acacia, la última de las hermanitas.

Por cierto, tal pérdida la marcó tanto que «fue presa de un fuerte estado depresivo y de unas calenturas cuyo origen no se había podido determinar un mes después», como contó Pedro Álvarez Tabío en su magistral libro Celia, ensayo para una biografía.

En ese texto, que deberíamos promover en nuestras escuelas, se cuentan otras bromas, maldades y ocurrencias de ella y sus hermanas: cerrar la llave de paso de la casa de un vecino cuando se estuviera bañando, pintar un caballo con carteles y hacerlo correr hasta los pasillos de un hotel, donde el susto de unos jugadores de dominó fue grande; «izar en la cima de un poste los balances de una circunspecta familia»...

En cierta ocasión, como contó Tabío, «a un primo del padre le escondieron con tal ingenio un par de zapatos que vino a encontrarlos un año después» y en otra tomaron fotos expuestas en un estudio y «con intencionadas dedicatorias» enviaron las de las mujeres a hombres casados y viceversa, algo que provocó varias rupturas conyugales en Media Luna, hasta que se supo la autoría de tal «iniciativa».

«Este sentido de la broma traviesa, cultivado desde sus años infantiles en Media Luna, acompañó proverbialmente a Celia durante el resto de su vida», escribió Tabío.

El ejemplo del padre

En honor a la verdad, no se ha escrito lo suficiente sobre cuánto influyó Manuel Sánchez Silveira en la formación del carácter de su hija. Si Celia fue tan simpática, modesta, altruista, jaranera y con gran sentido del humor lo debió, en gran medida, a su padre.

Aún hoy en Media Luna, lugar donde se radicó hasta 1940 al ser nombrado médico del central Isabel, lo evocan con cariño. Muchas veces no cobraba su consulta, en varias ocasiones socorrió en su finca Los Arroyones a campesinos desalojados. También lo recuerdan con afecto en Pilón, donde se convirtió en referente para los humildes durante más de 15 años.

Fue un profundo martiano; se desarrolló no solo en la medicina, sino también en la estomatología, la espeleología, la geografía, la arqueología y la historia.

Se carteó con figuras sobresalientes del país, como Carlos Manuel de Céspedes (hijo), Fernando Ortiz, Antonio Núñez Jiménez, Waldo Medina y Eduardo Chibás.

Fue Manuel quien localizó el lugar exacto donde cayó Carlos Manuel de Céspedes. Allá, en San Lorenzo, hizo colocar una tarja el 24 de noviembre de 1925, como señaló Tabío.

A menudo reunía a sus ocho hijos —seis hembras y dos varones, pues había fallecido tempranamente la segunda niña— y les leía libros relacionados con los próceres de la independencia. Gustaba llevarlos a sus «aventuras» arqueológicas y complacerlos en deseos tan peculiares como hacerles «un circo en el patio de la casa».

No debemos olvidar que, a cuatro meses de cumplir 67 años, fue el guía de la expedición que colocó el busto del Maestro en el Pico Turquino, en mayo de 1953. La idea de subir tal pieza de bronce nació de la Asociación de Antiguos Alumnos del Seminario Martiano, radicada en La Habana. Esa vez, como tantas, Celia acompañó a Manuel.

«Él le enseñó a amar la historia y la Patria. ¡Qué relación más linda entre Celia y su padre! Parece como de una novela», dijo una vez Armando Hart.

Voy a escribirle a Celia

A veces, como otros personajes de nuestra historia, el mito ha eclipsado a la mujer humana, de carne y hueso. Y Celia fue más que la temeraria heroína capaz de disfrazarse de embarazada o de arrastrarse entre las espinas de un monte de marabú para burlar una persecución despiadada.

Debe decirse que no tenía miedo a ningún peligro, ni siquiera a la tempestad del mar, aunque sí le temía muchísimo a los ratones. Debe decirse que era muy sincera, que hablaba sin rodeos y siempre fue rebelde, al punto de que, estudiando en Manzanillo, dejó el bachillerato porque un profesor no entendía su letra. 

Adolfo Figueredo, ya fallecido, una de las personas que la conoció, recordó hace 25 años al periódico Juventud Rebelde que los días de los Reyes Magos ella salía a repartir juguetes por Pilón; ahorraba en alcancías durante un año hasta que llegaba el 6 de enero.

Un aspecto llamativo de su personalidad era el apego a la naturaleza, adoraba el paisaje de Pilón, esa combinación de mar y lomas, donde vivió de 1940 a 1956, con intervalos de residencia en Manzanillo, otro lugar que adoraba.

Una de las anécdotas impactantes vinculadas con Celia es la de una monita que le había regalado cierto marinero, amigo de la casa. Un día la singular mascota se escapó y trepó a lo alto de una palma. Entonces buscaron a un liniero para que la capturara; el hombre comenzó a usar sus pinchos y al verlo Celia le dijo: «Así me vas a acabar con la palma». Él respondió: «No hay otro modo de hacerlo». A la sazón ella replicó: «Está bien, pero trata de que no le duela a la planta».

Otra de las facetas impresionantes era su sentido de la estética. Maritza Acuña, quien fue por muchos años directora del museo Casa Natal de Celia, recuerda que ella buscaba la belleza en las cosas más insólitas. «Ella decía, y lo demostraba, que una falda hecha de saco de harina podía ser atractiva, y que unas alpargatas bien diseñadas no afeaban ninguna moda de joven. La buscaban las amigas para maquillarse y para evaluar determinadas maneras de vestir, se destacaba, además, en las artes manuales. Tuvo que ver con el diseño de los uniformes escolares, las guayaberas para las mujeres y con el decorado y con sección de sitios tan importantes como la comandancia general de La Plata, el parque Lenin y el Palacio de Convenciones». 

Celia fumaba mucho, empataba un cigarro con el otro, comía poco y casi siempre de pie. Nadie pudo quitarle el vicio.

Otro rasgo que la hizo incomparable fue su capacidad para estar pendiente del detalle, de lo aparentemente mínimo. Recordemos los papelitos y notas de la etapa insurreccional que supo conservar para después armar mejor la historia o las decenas de asuntos personales que resolvió luego del triunfo revolucionario. Incontables ciudadanos de todos los puntos del país cuando no encontraban salida sus problemas decían: «Voy a escribirle a Celia».

Quizá lo más hermoso, como dijo hace cinco lustros el investigador pilonense Julio César Sánchez, es que ella, siendo diputada, integrante del Consejo de Estado, miembro del Comité Central, luz de Fidel (y no la sombra, como expresó Eusebio Leal), jamás dejó de comportarse con su gracia y acento campesinos, de gente de pueblo. Que nunca miró a nadie por encima del hombro.

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