La noche del pasado viernes fui al Carlos Marx para el estreno de Carnal, el más reciente disco de Buena Fe. Aunque muchos no dominamos aún las letras de las canciones, otros, por obra y gracia de los datos móviles y la realidad que suponen las nuevas tecnologías, tenían resuelto ese inconveniente. Con prodigiosa fidelidad los vi y oí recitar composiciones que nunca dejan de ser poesía de nuestra cotidianidad. Y, lo confieso, sentí envidia. A la lumbre de la bien timbrada voz de Israel y los acordes de la guitarra de Yoel, aquella muchedumbre pareció fundirse para celebrar también los 20 años de formado el dúo.
Mientras la sinergia ocurría, retrocedí en la máquina del tiempo y me detuve en un punto del año 2000, o inicios de 2001. Justo en el coliseo de la calle 10 se programó el primer gran concierto de Buena Fe. A una de mis tías le dieron entradas y mis primos me invitaron. Sin haber cumplido 15 y sin saber entonces por qué, me sedujo la magia de estos guajiritos guantanameros todavía forasteros en la capital. Además, recién peleado de mi novia, tenía la esperanza de encontrar esa noche al amor de mi vida.
En virtud de esto último, me vestí con lo mejor que tenía, me hice los pinchos con un gel verde hoy extinto y en 9na. y 86 me subí a una ruta 264 (primitiva P4). Me bajé en la calle 44 y enrumbé por la avenida 31 en dirección a 18, para buscar a mis primos y seguir hasta el teatro de «los grandes acontecimientos». Ingenuo yo.
Los grandes acontecimientos me aguardaban un poco más cerca: caminaba orondo y despreocupado cuando desde el edificio de 30 y 31 me lanzaron un cubo de agua sucia que en un solo segundo arruinó los pinchos y la ropa. No alcanzo a recordar cuántas malas palabras grité hacia lo alto. Solo sé que una viejita me hizo señas para que esperara y bajó con dificultad las escaleras.
No sabía cómo disculparse. Me ofreció un té caliente, quiso regalarme un libro, pero en mi encabronamiento adolescente, rechacé todo. Llegué a acusarla de encubrir al verdadero culpable, desconfiado de que, siendo tan frágil, ella derramara esa catarata desde el balcón. «Sube. Verás que estoy sola. Miré y no vi a nadie. Perdón», me dijo, como una seguidilla. Yo solo pensaba en ducharme y me fui. Mi primo me prestó una ropa que me quedó apretada, pero no me perdí el concierto.
Ah, olvidaba decir que no hallé al amor de mi vida. Y que la anciana era Dora Alonso, nuestra genial escritora. La madre de Pelusín del Monte y de El cochero azul. ¡Uf!, qué agonía tan sincera, pretender ser primavera… (Tomado de Cubadebate)