Por fin nos montamos en el nuevo tren. Fue una experiencia que guardaba sus expectativas, lo confesamos, sobre todo por los comentarios que uno escuchaba en la calle y con los amigos. Por la reservación, no viajamos (porque ya no había pasajes) en un coche refrigerado, en el que (algunos friolentos lo aseguran) se debe ir vestido como si fuéramos al Polo Norte. Algo que, por el lado de acá, no se ve mal.
Por estos días, el homenaje a los maestros se ha hecho sentir en cada centro escolar. El reconocimiento, que es ya una tradición para los cubanos, cobra hoy especial dimensión porque, como cada 22 de diciembre, este domingo, es el Día del Educador en nuestro archipiélago; y, además, recuerda la épica Campaña de Alfabetización que hace 58 años declaró a Cuba territorio libre de analfabetismo.
Aunque los habitantes originarios del arco de las islas que se extiende desde las costas de Venezuela hasta la entrada del Golfo de México fueron indios arahuacos procedentes del continente, según lo demostró la expedición emprendida por Antonio Núñez Jiménez a partir de las fuentes del Amazonas, la historia posterior pareció acentuar la tendencia a la diversidad.
Me gusta la gente inteligente. Quedo admirada ante la ocurrencia, la reflexión, la interpretación y la ironía ajenas. Me atrae la palabra precisa puesta y dicha donde va, la solución correcta en el menor tiempo y con el mayor éxito posible, las decisiones que no dejan resquicio a la duda sobre la capacidad de los demás.
Se nos viene encima cabalgando, al trote, pero seguro, el control más infalible que hemos tenido, capaz de romper añejísimas marañas vigentes, a pesar, en primer lugar, de los administradores y del batallar de los inspectores, incapaces de taponear, por sí solos, los desmanes contra el consumidor.
«No tenemos wifi. Conversen entre ustedes». He leído este cartel en varias cafeterías y restaurantes, y no solo en Cuba, donde la conexión a internet de manera generalizada requiere de otras condiciones. En algunos despierta ansiedad, en otros molestia, en muchos (por suerte) les dibuja sonrisas en el rostro.
El lugar es idóneo, es la sede de altos estudios de una ciudad maravillosa, acosada desde hace 60 años, pero que vive, sueña y resiste gracias a la historia revolucionaria de sus hijos. En la Universidad de La Habana abraza y protege el Alma Máter, esa que vio crecer a Mella, a Fidel, a Raúl y hoy cuida a todos los jóvenes que desde las aulas transforman la vida del país.
Por la actualidad tentadora de su temática, acabo de regresar a la lectura de La expansión territorial de los Estados Unidos, obra del reconocido historiador Ramiro Guerra. El país que enfrentó a los británicos en su guerra por la independencia distaba mucho de tener la extensión que hoy le conocemos. Se atrincheraba entre los montes Apalaches y el Atlántico, una franja del este del continente limitada hacia el sur por la Florida, posesión española, y por Luisiana, en manos francesas, con lo cual le estaba vedada la libre navegación comercial por el Golfo de México. Para asegurar ese dominio, desde el primer momento, los padres fundadores fijaron atención en la Isla de Cuba. Así ocurrió con el presidente Jefferson, con Madison y con todos aquellos que habrían de sucederle.
Como periodista nunca trabaje en radio Progreso, pero como cubano fui tocado por su magia. Parte de la alegría y la espiritualidad diaria de mi familia, allá en lo profundo de las sábanas del Camaguey, entraba en casa con la onda de la alegría. Un humilde radio agrícola nos permitía aquella visita de todas nuestras noches alumbradas con un candil montuno.
«Mijo, nunca vayas a quitarme mi casita si pasa algo; si hay cambios…». Esta mujer me sorprende. La conocí de niño: me llamó Joaquinito para invitarme a pasar a su hogar, antes local ocupado por la cafetería y una consulta en la planta baja de la clínica Los Ángeles, en Línea entre J y K, Vedado, propiedad de mi padre.