Por la actualidad tentadora de su temática, acabo de regresar a la lectura de La expansión territorial de los Estados Unidos, obra del reconocido historiador Ramiro Guerra. El país que enfrentó a los británicos en su guerra por la independencia distaba mucho de tener la extensión que hoy le conocemos. Se atrincheraba entre los montes Apalaches y el Atlántico, una franja del este del continente limitada hacia el sur por la Florida, posesión española, y por Luisiana, en manos francesas, con lo cual le estaba vedada la libre navegación comercial por el Golfo de México. Para asegurar ese dominio, desde el primer momento, los padres fundadores fijaron atención en la Isla de Cuba. Así ocurrió con el presidente Jefferson, con Madison y con todos aquellos que habrían de sucederle.
Para lograr su propósito se valieron de distintos medios. Apelaron a negociaciones diplomáticas con sus rivales europeos, la Gran Bretaña, Francia y España. Negado a entregar la Luisiana, Napoleón Bonaparte se encontró maniatado en lo militar por la insurrección haitiana. De manera sorprendente, carentes de instrucción militar, los antiguos esclavos caribeños derrotaron a las bien entrenadas tropas de un emperador que, con la mirada puesta en Rusia, vencía a las potencias europeas de la época, pero acabó por ceder a las presiones norteamericanas. España ofreció mayor resistencia pero, al cabo, debilitada, aceptó la pérdida de la Florida. La diplomacia tenía sus límites. Los estadistas británicos percibieron pronto las intenciones de su antigua colonia de apoderarse del nuevo mundo. Por su parte, los Estados Unidos no podían correr el riesgo de una guerra con el Reino Unido, que vivía entonces su esplendor imperial y era dueño de los mares. Había que ser cauteloso. Con disimulo, ocultando a veces su complicidad, el Gobierno respaldó las acciones de un sector social formado por algunos granjeros pero, sobre todo, por aventureros de toda laya, faltos de escrúpulos y con rápido manejo del gatillo. El proyecto consistía en avanzar hacia el sur y hacia el oeste, donde la excelente bahía de San Francisco favorecía la apertura comercial hacia el Pacífico y, en particular, hacia China. Los invasores procedieron al exterminio de las comunidades indias, dispersas por el territorio, y se beneficiaron de la debilidad de México, independiente ya, aunque desgarrado por conflictos internos. Así fueron cayendo Texas, Nuevo México y California. Cuba seguía estando en la mirilla. El temor a un enfrentamiento con las potencias europeas fue un factor de contención. Determinó lo que entonces se denominó «espera paciente», que se formularía de manera explícita con la doctrina Monroe, a partir de ideas que habían ido madurando desde los tiempos de Jefferson, concepto arraigado en la consigna America first, tan familiar en nuestros días, recurrente en la retórica de Donald Trump.
Despojada del conocimiento de una auténtica narrativa histórica, la mayoría menos cultivada del pueblo norteamericano recibió, en cambio, la transmisión de un capital simbólico, nutriente de un imaginario colectivo con un fuerte contenido mesiánico forjado, en cada momento, por los medios masivos disponibles. Al crearse las condiciones para intervenir en la guerra de Cuba, una campaña periodística bien orquestada, con eficaz uso de la imagen, enmascaró para el pueblo norteamericano la verdad de una conquista largamente deseada. Ocultando la historia de la lucha insurreccional cubana, mostró la visión de un pueblo vulnerable e indefenso, oprimido por el dominio español. El propósito imperialista se convertía en misión mesiánica en favor de la defensa de los derechos humanos, práctica que se mantiene vigente para justificar la intromisión en los asuntos internos de otros países. Años más tarde, el cine, valido de los recursos del ritmo y la acción, contribuiría a construir la saga de la conquista del oeste haciendo del aventurero cowboy el héroe de la gesta expansionista.
Hace poco, en un artículo publicado en Granma, Frei Betto reivindicaba el rescate de la historia como necesaria contrapartida de fenómenos tales como la errática votación de las últimas elecciones de Brasil. No puedo opinar acerca de un país que conozco desde la distancia, a partir de informaciones de prensa y de su valiosísima contribución al arte y a la literatura. Preferiría sin embargo emplear el concepto de pueblo en lugar del de masas, utilizado por el fraile dominico. Con claro sentido histórico y social en su programa transformador enunciado en La historia me absolverá, Fidel definió con precisión los componentes de ese pueblo del que todos formamos parte. Lo planteó ajustado a las circunstancias de la época. Es una realidad viviente que reclama una permanente actualización. Hoy, como ayer, se oponen dominación imperial y liberación nacional. En el caso de nuestras guerras de independencia, una vanguardia dio la primera señal a la que respondió una base popular que reconocía su propia causa en las razones del combate recién iniciado. Algo similar sucedió en la gesta emprendida por la Revolución Cubana. En los días que corren, la complejidad se acrecienta con el uso de sofisticadas formas de propaganda orientadas a la subversión interna. Cuando esta fórmula fracasa, vulnerando principios democráticos se apela al golpe de Estado.
Nuestra narrativa histórica tiene como hilo conductor el enfrentamiento al colonialismo sostenido en su base popular desde su despuntar pasando por los nudos de conflictos, por los momentos de retroceso y el impulso ininterrumpido hacia el renacer, asistidos siempre por la imagen simbólica que dimana una creación artística y literaria, capital irrenunciable, que ha acompañado el desarrollo de la nación en su raigal proyecto emancipatorio.