El programa de la Mesa Redonda del pasado viernes 22 de noviembre, sobre el recurrente concepto de «continuidad» —que se asocia a menudo con el de «ruptura»—, me hizo ver que hay en ello, en primera instancia, un problema de interpretación.
¿Qué hacer sin la memoria, sin el pasado? ¿Andar por el presente sin saber de dónde vienes? De frente, siempre de frente, como si hubieras caído de una galaxia sin nombre.
Solo recuerdo que la noche de aquel 31 de diciembre de 1958 me pareció más oscura y fría, apagada y solitaria. La gente en el barrio cerró puertas y ventanas, y se acostó temprano. Hasta el bar de la esquina permaneció abierto pero vacío, sin música ni parroquianos. Poco después de las 12 cerró, sin que se escuchara el estallido de un solo fuego artificial o de los voladores, como les decíamos a los cohetes de pólvora que estallaban en el aire. No había nada que celebrar… por el momento.
Por estos días en que los cubanos enaltecen sus fibras éticas y solidarias, de inventivas y conciencia del ahorro, me viene a la mente algo que nunca he olvidado. Varios años después de escribir un reportaje sobre una niña que fue intervenida quirúrgicamente de una dolencia en la vejiga en el hospital pediátrico provincial universitario Eliseo Noel Caamaño, volví a ver la figura de un hombre de rasgos asiáticos, pelo canoso, que se convirtió en mi principal fuente para ese trabajo.
Cuando parecía que todo se había dicho o se sabía al dedillo, más allá de los añejos descalabros en la eficacia, un cambio va en camino para instaurar mejoras en la planificación de la zafra azucarera.
Estoy considerando seriamente administrar mis saludos. Yo, un «saludón» incorregible, de esos que dan los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches incluso a los desconocidos; de esos que, aun con prisa, se detienen para estrecharle la mano a un amigo; de esos que nunca escatiman un «qué tal», un «cómo anda la cosa» y hasta un «qué bolá» con un vecino, un colega o un compañero, aunque los haya visto tres veces en el día… incluso así, estoy considerando seriamente administrarlos.
Sobre los estafadores se han escrito novelas, ensayos y películas, para reflejar ese engaño que acompaña a las sociedades desde épocas muy, pero muy remotas.
¿Qué quieres ser cuando seas grande? Esa pregunta me la repitieron de niño muchas veces. Mi respuesta no variaba: periodista. No tenía mucha noción más allá de ver a los presentadores de las noticias en televisión, y soñaba con algún día estar sentado ahí.
Algo, quizá insuficiente, nos enseñaron los programas escolares acerca de América Latina. De manera superficial, supimos de la conquista y la colonización y de los héroes de la guerra de independencia. A pesar de la advertencia martiana no entendimos las razones esenciales de nuestra americanidad. Nos faltó comprender la sustancia concreta y las complejidades del tejido social de países construidos desde la violencia que castró el desarrollo orgánico de sus habitantes originarios y los convirtió en marginados. Proveer brazos para la extracción de materias primas introdujo la brutal esclavitud africana. En ese contexto, distintas culturas entrechocaban, se contaminaban en cierto grado, aunque sobre todo se ejerciera el dominio de unas por encima de las otras con el sustento, en el plano objetivo, de la opresión económica y, en el plano subjetivo, de un racismo que caló en la conciencia de muchos y subsistió en términos de mala memoria, lesivo a la unidad de nuestros pueblos. Sin embargo, los marginados y olvidados han demostrado una enorme capacidad de resistencia. Empiezan a emerger en situaciones muy adversas. Sus voces y sus valores comienzan a hacerse reconocibles. Contra sus proyectos de renovación, el neoliberalismo desata el poder económico y su instrumento de acción sobre las subjetividades, el monopolio de los medios de comunicación, incluido el trabajo personalizado a través del sofisticado empleo de las redes sociales.
Un viernes bien agitado, cuando lo que pensamos hace meses fue participar en los festejos por los 500 de mi Bella Habana.