Estoy considerando seriamente administrar mis saludos. Yo, un «saludón» incorregible, de esos que dan los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches incluso a los desconocidos; de esos que, aun con prisa, se detienen para estrecharle la mano a un amigo; de esos que nunca escatiman un «qué tal», un «cómo anda la cosa» y hasta un «qué bolá» con un vecino, un colega o un compañero, aunque los haya visto tres veces en el día… incluso así, estoy considerando seriamente administrarlos.
La cuestión es que, de un tiempo acá, un creciente número de personas muestra una desconcertante renuencia a reciprocar el saludo cuando uno tiene la amabilidad y la educación de hacerlo. Dices «hola» y es como si se lo dijeras a una pared. Pudiera ocurrir que, por las leyes de la acústica, esa pared devolviera el saludo por la vía de un eco. Pero la gente a la que me refiero, ni siquiera eso. Sencillamente, no saluda.
Recientemente estuve en la universidad de mi provincia en menesteres periodísticos. Al pasar por una de sus áreas, saludé sobre la marcha a unos estudiantes que se encontraban allí. «Buenas tardes», les dije. Ninguno se dio por enterado. Detuve el paso y repetí en alta voz: «¡buenas tardes!». Solo entonces dos o tres interrumpieron la cháchara, me miraron con extrañeza y, de mala gana y entre dientes, respondieron.
Pero no son los estudiantes los únicos que parecen desdeñar este elemental principio de urbanidad. Conozco encopetados doctores e ilustres licenciados que tampoco lo tienen en cuenta en su conducta pública. Te cruzas con ellos en una escalera o en un pasillo, les dices «qué tal» y no te compensan ni con una simple inclinación de cabeza. Cuando eso pasa, uno tiene la desagradable sensación de que está siendo ignorado.
Llegas a un establecimiento gastronómico y, antes de pedirle «algo» al que sirve, lo saludas. Pero ni modo: parece sordo, tiene un día pésimo o le importas un comino. Telefoneas a una entidad, alguien responde con un áspero «dígame», saludas y solo obtienes una voz inquisidora. Vas a una tienda a indagar por un precio, saludas al dependiente, no se inmuta y su reacción te echa a perder la buena onda que traías.
No se trata de ejemplos hipotéticos, sino reales. El que más o el que menos los ha padecido alguna vez, tanto en los contextos citados como en la calle, el ómnibus o el mercado. Asombra que ocurran en Cuba, donde la educación formal se inculca desde la cuna y, por si no bastara, un país empeñado en ser el más culto del mundo. Resulta entonces paradójico que un acto educado como el saludo solo reciba mutismo.
Las relaciones interpersonales se fortalecen con un acto tan sencillo como un saludo. Lo mismo al darlo que al recibirlo, se demuestra estimación por la contraparte, amén de cultura, amabilidad y respeto. En ocasiones un simple «¡hola!» basta para entablar una duradera relación de amistad y para conocer cuán importante somos para alguien en calidad afectiva.
Hace poco acudí a un ponchero para remediar un contratiempo con la goma delantera de mi motor. Llegué a su taller sudoroso, malhumorado y exhausto, luego de empujar a lo largo de varias cuadras aquel viejo armatoste en estado terminal. Aun así, saludé. «Buenas tardes», dije. El hombre tenía un neumático recién galvanizado en las manos. Me miró sin responderme y siguió en lo suyo. «Buenas tardes», repetí. En vano.
Entonces ocurrió algo insólito: desde algún lugar del taller, corrió hacia mí un perrito blanquinegro moviendo alegremente la cola. Cuando me tuvo delante, lejos de amenazarme con sus colmillos, se paró en dos patas, casi me exigió una caricia y luego me regaló un ladrido tan afectuoso que lo interpreté como el saludo que su propietario me acababa de negar.
El hombre, quizá algo avergonzado por el saludo «a la perruna» que me dispensó su simpática mascota —saludo que él no se había dignado corresponder—, me devolvió las buenas tardes, preguntó por el motivo de mi visita, solucionó el problema de mi goma y hasta me dio una cordial despedida.
En cuanto a mí, la cariñosa —aunque irracional— salutación del perrito me confirmó con creces que los seres humanos —tan racionales—nunca dejaremos de recibir ejemplarizantes lecciones de parte de los animales. En algunos valores, nos superan. Entonces revisé mi consideración de administrar seriamente mis saludos y determiné continuar repartiéndolos por ahí, aunque muchos no se molesten en reciprocarlos.