Sobre los estafadores se han escrito novelas, ensayos y películas, para reflejar ese engaño que acompaña a las sociedades desde épocas muy, pero muy remotas.
Hay textos que ubican como el primer engaño al caballo de madera de los griegos, empleado para derrotar a los troyanos, y a partir de ahí hasta nuestros días este se multiplicó y expandió sin compasión en los cuatro puntos cardinales.
Los estafadores más connotados, esos que han trascendido internacional o nacionalmente resultan, para decirlo con una frase manida, los de cuello y corbata, gente ingeniosa y bien cultivada, de gran oficio en el mundo en que se mueven y de proverbiales cualidades para engatusar con naturalidad y hacer creer hasta lo increíble.
Obvio, para desempeñar el pérfido oficio la audacia y perspicacia van al unísono con el fin de cebarse a costa de los tontos y hasta de los listos, de ricos y pobres, porque al que le ponen el ojo encima, casi siempre se lo llevan en la golilla.
A cada rato se destapan en el mundo estafas millonarias o supermillonarias, y vaya usted a saber cuántas ocurren ahora mismo sin que nunca se descubran o deban transcurrir años para destaparlas.
Tampoco acá, en nuestro país, antes y ahora, hemos estado libre de este fraude, pues realmente se han dado «tablazos» de cierta magnitud y de menor cuantía, a pesar de que más de uno fue a parar tras las rejas.
Desapolillada esa pincelada histórica sobre el tema, voy al grano con un ejemplo de pequeñas tretas actuales, muy rentables en pesos, ejecutadas a la cañona, gracias al dios necesidad.
Verdad verdadera que en épocas difíciles suelen abundar más estas jugarretas, aquí y allá, como si la gente fuera boba, loca o mentecata. Qué decir después de conocer estas toscas e irrespetuosas: «Señores, por favor, miren a ver si tienen los tres pesos exactos, no tengo menudo».
Tras el anuncio del conductor de la moto, las sonrisas se dibujan en los rostros de los pasajeros, mientras advierten la trampa blanda para tumbarle los cinco pesos al que carece del dinero exacto.
Otros van más al seguro para endosarse moneda extra, al advertir que deben pagar cuatro pesos y, por supuesto, tampoco cuentan con cambio para el vuelto. ¡Claro!, el único menudo del que carecen resultan los billetes de un peso. Si le pagas con uno de diez o 20, no hay problemas.
Ese método, nada ingenioso, deviene variante del repertorio aplicado en Santa Clara por determinados conductores, tampoco podemos meter a todos en el mismo saco, para evadir la legalidad, después de fijarse oficialmente el precio en tres pesos para diversas rutas del transporte con motos.
¿Será solo acá este invento con lo ágil que se generalizan las marañas en la geografía nacional? Creo que no.
Otras de las fullerías vigentes resulta acortar la distancia que se debe recorrer, lo que obliga a los viajeros a veces, para trasladarse a determinado destino, a utilizar dos motos y, consecuentemente, desembolsar más dinero. O la de cambiar la acostumbrada ruta para dejarte a tres o cuatro cuadras de un hospital cuando antes pasaban por el frente. O esa socarrona de suprimir el servicio de ruta a pesar de la gran cola de pasajeros, al final de la tarde, para obligar a que los alquilen.
Los fulleros que actúan así están apegadísimos en el entramado de las cotidianas y abundantes pequeñas estafas, de la misma calaña del socorrido engaño a los consumidores en las balanzas y en la infracción de los precios y la adulteración de productos.
Parece que estos desmanes sobrevivirán, más allá del acecho de los inspectores y su enfrentamiento, hasta que el control primario funcione como el bastión que debe ser para proteger esos servicios vitales a la población y evitar que determinadas personas los utilicen, a cara limpia, para delinquir y obtener plata fácil.