Aunque los habitantes originarios del arco de las islas que se extiende desde las costas de Venezuela hasta la entrada del Golfo de México fueron indios arahuacos procedentes del continente, según lo demostró la expedición emprendida por Antonio Núñez Jiménez a partir de las fuentes del Amazonas, la historia posterior pareció acentuar la tendencia a la diversidad.
Ocupadas estas tierras por invasores llegados de diversos países de Europa, se impuso la pluralidad lingüística, a la que se añadieron variadas expresiones de creole formadas en el proceso de mestizaje. Vinieron luego habitantes nacidos en otros continentes, esclavos africanos, trabajadores chinos y de la India. Sin embargo, la perspectiva cultural fue revelando la unidad esencial oculta bajo tan variopinto universo. En ese proceso de autorreconocimiento identitario, la contribución de los cubanos revistió particular importancia.
José Martí comprendió que el arco antillano constituía la barrera interpuesta a la expansión territorial de Estados Unidos. Junto con la de Cuba, pensó en la independencia de Puerto Rico. En vísperas de la Guerra Necesaria, su recorrido desde Montecristi hasta Cabo Haitiano le permitió conocer de cerca la realidad social y humana de la isla vecina y valorar la cálida acogida que le ofrecieron los haitianos al recibirlo en sus hogares.
Acababa de transcurrir el primer cuarto del siglo XX cuando, con la publicación de Azúcar y población en las Antillas, Ramiro Guerra reveló el sustrato que nos unía. Era la llamada economía de plantación. Ese basamento común extendía el concepto de Caribe hasta zonas continentales como el sur algodonero de Estados Unidos y zonas costeras de la América Central para llegar hasta el Brasil. Insuficientemente recordado, el historiador José Luciano Franco fijó su mirada en Toussaint Louverture.
De manera indirecta, la Segunda Guerra Mundial influyó en la toma de conciencia de la caribeñidad. Escritores, artistas e investigadores nacidos en el área emprendieron el «retorno al país natal», en palabras del poeta martiniqués Aimé Césaire, publicado de inmediato en su versión española en Cuba. Habían permanecido en Europa para completar su formación. Al volver, traían una perspectiva renovada.
Por otra parte, el conflicto bélico favoreció un mayor acercamiento entre las islas, a pesar de la carencia de vías de comunicación. El poeta Nicolás Guillén, el narrador Alejo Carpentier, los pintores Carlos Enríquez y Wifredo Lam disfrutaron de fructíferas estadías en Haití. Por su historia y por su posición geográfica, la Mayor de las Antillas tendía un puente entre el Caribe y la América Latina. Aun más allá, el entendimiento de nuestras realidades profundas, marcadas por las huellas de un persistente coloniaje, propició la cercanía a zonas más anchas del planeta. Implicado en la lucha por la independencia argelina, el martiniqués Frantz Fanon se pronunciaría en nombre de «los condenados de la tierra». Casi al final de su vida, Wifredo Lam pintaría su homenaje al Tercer Mundo. El poeta Roberto Fernández Retamar reivindicaría, con la imagen simbólica de Caliban, la naturaleza de nuestra otredad.
En este 2019, a punto de concluir, se cumplieron 70 años de la publicación de El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, texto magistral, renovador de la narrativa latinoamericana, que mantiene una sobrecogedora actualidad.
Para el novelista cubano, el viaje a Haití llegó en el momento justo. Recorrió el país. Tuvo intercambios con los antropólogos locales. Esas vivencias se convirtieron en detonantes de la cristalización de búsquedas iniciadas desde su primera juventud cuando, en estrecho vínculo artístico con los músicos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, indagó acerca de las fuentes africanas de nuestra cultura e intentó plasmar esa visión en Écue-Yamba-Ó, su primera novela. Sabía, sin embargo, que no había llegado al fondo de las cosas, que el gran dilema consistía en conjugar lo local con lo universal.
El peregrinar del esclavo Ti Noel recorre El reino de este mundo. Portador de una cultura ancestral, legado de los «grandes loas» de África, apegado al dominio de los secretos más recónditos de la naturaleza, permanece ajeno al lenguaje que tratan de imponer los opresores. De tal modo, cuando el rebelde Mackandal es apresado y condenado a ser quemado vivo en espectáculo público aleccionador, la masa esclava comprende que sigue estando vivo. Solo se ha transformado y subsistirá en tanto fuente de fe y esperanza.
Al producirse la insurrección haitiana, Ti Noel emigra a Santiago junto a su amo. Regresa al Cabo. La esclavitud ha cesado aunque existe otra forma de servidumbre. El dictador negro Henri Christophe impone por la violencia el durísimo laboreo para construir, piedra a piedra, la fortaleza de La Citadelle.
En el curso del relato, a partir del retorno de Ti Noel a un país natal que ya no reconoce del todo, su perfil individual alcanza la dimensión de un nosotros. Cuando al fin concluye su prolongado peregrinaje, tiene un instante de suprema lucidez y comprende que «la grandeza del hombre está precisamente en mejorar lo que es… Por ello, agobiado de pesar y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre solo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo».