Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Nostalgia sobre olas

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Ellas son tres, pero en el imaginario popular es una sola: la lanchita de Regla. Bajo lluvia o con frío, en tiempos de bonanza y horas de sacrificio, quien necesita brincar la bahía sabe que puede contar con su segura diligencia, incluso en madrugadas de trasnochado carnaval.

Solo se detiene —y por precaución— cuando Rubiera anuncia la visita de alguna impertinencia tropical. Entonces turistas y habituales rezongan, porque el refuerzo terrestre no tiene una vista tan hermosa, demora el doble en dar la vuelta y no se presta para honrar a la Virgen negra, antaño patrona de marinos y pescadores, hoy más abierta a devociones y pedidos diversos.

Nuestro humilde ferry no tiene 500 años de servicio público, pero como intención está bien cerca, si contamos las barquichuelas que trasladaron almas y mercancías hacia el cacicazgo de Guanabacoa o las guarniciones de soldados en lo que luego sería la fortaleza de La Cabaña, y más acá en el tiempo, con su aporte innegable a los prósperos negocios habaneros cuyos tesoros reposaban en almacenes de blanca fachada al otro lado del canal. ¡Hasta los ataúdes viajaban sobre el techo de la embarcación en esa época!

En la infancia, observar desde la lanchita los barcos fondeados en la rada (ahora escasos, bien sabemos por qué), es un paseo de sueños. En la adolescencia, el primer viaje sin adultos es una especie de iniciación simbólica, un paso hacia la madurez que trasciende los siete minutos del trayecto. Luego, cuando saltas a bordo con una pareja y la besas al vaivén del oleaje, tu corazón se siente liviano, romántico, poderoso… capaz de desafiar a Arquímedes y toda la física, a pesar de algunos juicios silenciosos o del ruido impertinente del motor.

Para quienes pasan décadas varados en una sola orilla, ese esporádico «ir a La Habana» o «visitar Regla» funciona como flashback de su propia película. Aunque aparenten contar las grúas del puerto o las ondas a un costado de la nave, las miradas suelen perderse en la nostalgia, como una moneda lanzada a la oleaginosa superficie, llena de colores.

Si voy a hablar de mi lanchita, no puedo dejar fuera a sus tripulantes, gente bonachona que aún recuerda dar la mano a las señoras o cargar a pequeñines cuando la marea dificulta el trance del desembarque, una gentileza que remerge como oportuna cultura cívica y laboral.

Esa docena de hombres serruchan la rada entre diez y 20 veces por día. Su rutina parece siempre igual, pero tiene sus picos de tensión en el continuo diálogo —no siempre cordial— con la naturaleza humana y la marina. 

La clientela sabe cuándo hay manos nuevas al timón porque los patrones «viejos» no arremeten contra el muelle ni necesitan dar una segunda pasada. Ellos se aproximan como en un baile, coquetean con las gomas del contén y ponen la maquinaria a ronronear mientras la gente sube y baja, tan sumida en sus propios rollos que no se detienen a agradecer la habilidad del atraque o el salto del proel para atrapar la gruesa soga y frenar la elegante maniobra.

Para asombro de muchos, el precio del pasaje sigue siendo módico, casi simbólico: diez centavos si andas a pie y 30 si trasladas tu bicicleta. El más barato del mundo, dice un amigo barcelonés, y yo le creo, porque un montón de turistas pone cara de incredulidad cuando embarcan para visitar el Cristo de Casablanca o la parroquia reglana, y algunos, por si acaso, dejan divertidos generosa propina.

«Van a traer lanchas chinas el próximo año», bromeó esta semana un pasajero, y su ocurrencia me puso a pensar. ¿Qué habrá sido de aquellas lanchitas de palo, muy bajitas y con asientos largos, que sobrevivieron hasta los años 90?

Sería lindo ver alguna como museo flotante junto al embarcadero de Regla (felizmente en proceso de restauración), y acceder a ella por uno de aquellos viejos torniquetes para contar clientes, donde tantas veces descubrí que las colas funcionan mejor de uno en uno, y la impaciencia no tiene vuelta atrás.

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