En el paisaje de nuestras calles, unas maltrechas, otras relucientes y a la vera de aceras congestionadas por cuanto uno imagine, se revela una cualidad en ese enjambre de buscavidas que asumen su bregar en interminables caminatas ofreciendo las mil y una maravillas.
Un vistazo muestra ese mosaico disímil en función de ganarse el sustento, alejado de la enredadora cogioca, basada en esquilmar, sin el menor recato, al consumidor sin que el ojo administrativo funcione cabalmente.
Este enjambre de gente, dedicado al negocio de menor linaje y consagrado al buen hacer, les imprime un toque distintivo a las ciudades, zonas suburbanas y las mismísimas comunidades rurales.
En contraste con los dedicados también al desempeño legal en instalaciones de mayor alcurnia en confortables restaurantes, cafeterías y bares, ese segmento de caminantes pregoneros se busca los pesos a pleno pulmón del modo más sencillo y que exige hasta más arresto.
Tampoco voy a realizar un paralelismo entre cómo se ganan la vida unos y otros, simplemente, exponer un manojo de palabras sobre los protagonistas de los oficios más humildes.
Luego de esa salvedad vuelvo sobre el paisaje mercantil de nuestras calles, escenario del regateo y la oferta de lo habido y por haber en interminables faenas sin horario fijo, ni interrupciones para cuadrar la caja y ¿repartir?
Traigo a esta columna a esos humildes vendedores que escogieron, de acuerdo con sus posibilidades, el modo de ganarse la vida con rectitud, asumiendo hasta las más discretas ocupaciones, pero esenciales, a la vez, en la convivencia social.
En contraste con ese desempeño afloran cientos de carretilleros, los que más caro venden, además de ser recurrentes transgresores de los precios topados y otros personajes dedicados al comercio, sin patente, que cobran el importe que se les antoje.
Quién duda de la honradez de ese vendedor ambulante de pan que se gana un peso en cada unidad, después de recorrer bajo una canícula de espanto media ciudad. O el vendedor de cucuruchos de maní, de pasteles de guayaba y el lavador de vehículos. O el recogedor de latas, cartón, el comprador de botellas para comercializar en materias primas…
Por casi todas partes andan sin hora fija, desde el amanecer hasta entrada la noche, con su pregones desentonados unos, más musicales y pegajosos otros, regalando una imagen viva de bregar decoroso sin que nadie los aguijonee.
Valiosísima diferencia con aquellos que esgrimen «el estoy luchando los pesos», eufemismo para decir que toda maraña vale para obtener dinero fácil, de una forma poco riesgosa, sin sudar la camiseta.
Entonces, hay que quitarse el sombrero ante esos modestísimos y verdaderos luchadores de la vida que realizan su faena de la mejor de las maneras con la honestidad de padrón.