Los países cultivan sus tradiciones de modo natural, propio, porque es algo sembrado en su cultura. Algunas son ancestrales, otras más recientes, pero en cualquier caso responden al espíritu de la nación. Van transmitiéndose de generación en generación y resultan manifestaciones que devienen perdurables porque se identifican con la identidad cultural de una sociedad. De hecho, la palabra, de raíz latina, proviene de tradere, que significa «entregar, transmitir».
El jinete sin riendas de la inflación, el otro golpe contundente ocasionado por la pandemia, señorea a nivel internacional para machacar aún más al consumidor, especialmente al más vulnerable.
Cuando el escritor estadounidense Jim Rohn (1930-2009) dijo: «El éxito es simplemente la aplicación diaria de la disciplina», enviaba un mensaje definitivo al mundo sobre las bondades del rigor, la obediencia y el método para lograr objetivos concretos.
El gran relato de la historia entreteje factores económicos, sociales, políticos y culturales en un estrecho vínculo de interdependencia. La lectura productiva de tan apretada urdimbre de factores ha de descartar las simplificaciones derivadas de una visión determinista, tal y como la concibieron los pensadores positivistas, alegremente entusiasmados ante el decursar lineal del progreso humano.
Triste es que la mortalidad infantil en el país ascendió a 7,6 por cada mil nacidos vivos el pasado año. Todos nos sabíamos orgullosos de que ese indicador se mantuviera por debajo de la cifra actual, muy por debajo. Quizá, sin imaginar a ciencia cierta todo lo que se debe hacer a diario para garantizarlo, pero lo teníamos como algo ya ganado, ya seguro, ya inquebrantable.
La solidaridad es una virtud enaltecedora y hermosa. Su práctica evidencia la naturaleza filantrópica de sus cultores. Este valor cobra especial connotación en circunstancias difíciles, en tanto representa una bocanada de aliento para quienes las padecen sin encontrarles solución.
Ahora que se habla de diversidad de actores económicos y descentralización de los territorios, sobre todo en los municipios, sería bueno apoyar (sin «burocratismos») el programa anunciado en las últimas sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular para restaurar una institución omnipresente en la vida cotidiana del país; pero también muy olvidada. Nos referimos a las bodegas.
Cuando al anochecer del 31 de diciembre de 1958 la columna dirigida por el Che Guevara sometía en Santa Clara a la principal guarnición militar que aún respondía a Fulgencio Batista la suerte del régimen estaba echada. Poco después de conocida la noticia, el dictador huía -con sus cómplices y el dinero saqueado del erario público- con destino a la República Dominicana. Sus nueve hijos habían sido enviados, unos pocos días antes, a la ciudad de Nueva York con el pretexto de disfrutar de los inminentes festejos del New Year`s Eve en Times Square. Batista sabía que sus días estaban contados y que la victoria del Movimiento 26 de Julio era solo cuestión de tiempo. Fidel había concebido su magistral estrategia insurreccional en torno a dos ejes. Por una parte, la capacidad militar del Ejército Rebelde fundada en su patriotismo y, precisamente, en su inteligencia estratégica, dado que su armamento era insignificante en comparación con el del ejército batistiano, generosamente equipado por el Gobierno de Estados Unidos. Y, por la otra, en la conformación de una amplia y heterogénea alianza de fuerzas sociales y políticas cuyo común denominador era su oposición a la dictadura de Fulgencio Batista. Por eso al día siguiente de la decisiva victoria de Santa Clara una huelga general y la multitudinaria movilización popular ocupando las calles y plazas de La Habana y otras ciudades signó el nacimiento de la Revolución Cubana.
Fueron dos disparos. Tenía 25 años. Eran las diez de la noche del 10 de enero de 1929. Hoy, aun, nos negamos a saberlo muerto. A Julio Antonio Mella lo asesinaron y en sus últimos segundos de vida ratificó que moría por la Revolución. Organizaba entonces la expedición que lo traería a Cuba para incorporarse a la lucha armada y sabía que Gerardo Machado ordenó poner fin a su vida.
Transcurría el año 1918 cuando en Córdoba, Argentina, estallaba un brote renovador que muy pronto, como mancha de aceite, se extendería a la América Latina toda. Un siglo después de haberse desgajado nuestras repúblicas del dominio de España las universidades permanecían anquilosadas.