El 4 de enero de este 2022 cumplí 50 años de ejercicio profesional del periodismo, y siento que es una suerte o un premio de la vida que sea escribiendo en el Diario de la Juventud cubana, porque para mí entraña una misión renovadora, un impulso vivificante, que a la vez despierta mis raíces laborales y de activista del movimiento juvenil desde 1959.
Nació un 6 de enero, en medio de una coyuntura difícil, de resistencia, pero también de necesidad de comunicación permanente con el pueblo.
Llegamos más cujeados aún para enfrentar lo que venga después de ese año recién concluido que el mundo entero despidió con un sideral ¡Solavaya!
Julian Assange está enterrado por la «justicia» inglesa en una cárcel de máxima seguridad. Lo de enterrado no es una tramposa apelación a una palabra que nos estremece sino una sobria descripción de la celda en la cual —de a poco, hora tras hora— el fundador de WikiLeaks va cumpliendo la sentencia de muerte que le tienen reservada. ¿La razón? Haber filtrado a la prensa cientos de miles de documentos probatorios de la infinidad de asesinatos, torturas, bombardeos y atrocidades que Washington perpetró en Irak, Afganistán y en otros países, cosa que ocultaba con sumo cuidado. Ese fue el crimen de Assange: informar, decir la verdad. Y tal cosa constituye una afrenta imperdonable para el imperio que persiguió al periodista por años.
No fue precisamente el 2021 un año en el que estuvimos a mansalva. El calendario que ya dejamos —¡finalmente! — atrás tuvo más de una cortapisa. Un golpe, un susurro crispado, una galerna. Es como si el 2020 hubiese aojado a su sucesor. Cuando miramos atrás a esta añada carnívora podemos reafirmar cuán fuerte es el gen que nos habita.
Acabamos de dejar atrás un año duro. A las graves repercusiones económicas de la pandemia se añaden las dolorosas marcas en el plano de la subjetividad. En la inmediatez del entorno familiar y en la extensa red de amistades que vamos construyendo a lo largo de la existencia muchos hemos percibido el desgarrante latigazo de las pérdidas irreparables. Todo ello ha sucedido en circunstancias de un necesario confinamiento que cercenó el insustituible vínculo presencial requerido para celebraciones y para el intercambio dialogante característico del ser humano, gregario por naturaleza.
Este 31 de diciembre abracé como siempre a mis seres más queridos en ese estallido de deseos, muchas veces incumplibles, para el año que viene. Brindé conmigo mismo, y con la memoria de mis padres, que siempre me acompañan desde la infinitud. Un convite solitario, sin grandes pretensiones. La mirada en lontananza sin apremios de triunfalismos ni de odios y reconcomios.
Hemos visto irse el 2021, como dice el poeta, entre el espanto y la ternura. En tal lapso, que ha estado ralentizado y herido por la epidemia de la COVID-19, «vida» ha sido la palabra más bella; aunque «sobreviviente» ha marcado tendencias y todos sabemos lo que significa estar aquí haciendo el cuento, con el corazón lleno de cicatrices por la pérdida de tantos seres amados.
«Salud, dicha y amistad. Lo demás, es bobería», dijo Yhosvany y alzó su vasito con la línea de ron que, servida con el ánimo de despedir el año, recogía de pronto sus deseos más sinceros para todos los que estábamos allí. «Sí, salud es lo que hace falta», dije yo.
No creo que exista en toda la extensa llanura agramontina un grupo de jóvenes más intenso, creativo, audaz, humilde y desprendido que la tropa de Golpe a golpe.