La ciencia y la innovación cubanas acortan la distancia entre el podemos y el hacemos, con los pies bien afincados en la tierra, para sacar adelante al galope lo que más apremia.
Para nosotros, iniciar los estudios universitarios significaba dar un salto hacia adelante en un proceso de aprendizaje que integraba el crecimiento intelectual y el acceso a una realidad social más compleja. Mis inclinaciones personales se centraban en la búsqueda de respuestas ante los problemas planteados por la contemporaneidad en sus aristas culturales y humanas. Todo parecía distanciarme del arduo esfuerzo impuesto por el estudio del latín clásico. Pero aquella mañana, en el tempranero primer turno de clase, nos recibió la amplia sonrisa de Vicentina Antuña, respaldada por una aureola transmitida por generaciones.
A Fidel lo quisieron muerto en vida y, después de partir a la inmortalidad, aún hay quien se empeña en ultimarlo. Porque los hombres como él, con tanto ejemplo sembrado e ideas desparramadas por doquier, se convierten en símbolos, traspasan los cuadros fotográficos, los anaqueles y los homenajes habituales, para transformarse en la causa redentora, la resistencia empecinada y el soberano propósito de existir de un país.
La fortaleza amarilla no cedía y los asaltantes desistieron. Él protegió la retirada frente a una ametralladora enloquecida, hasta quedarse solo, solito en medio de la calle.
Al 17 y al 25 de noviembre les separan una semana en el calendario y las juntan, simbólicamente, siglos de historia y luchas cubanas que pueden condensarse en una figura como Fidel Castro. La primera es una fecha de advertencias en este archipiélago, y la segunda de triunfo, aunque no falte quien la considere más luctuosa.
La frase, saltarina y hasta de posible interpretación jocosa, de «Vamos a tener que acostumbrarnos a trabajar», anda en el entramado popular como la última novedad lexical vinculada a la realidad que ha desencadenado la pandemia.
A paso galopante, como los bandidos de Alí Babá y sin pedirle mucho al Genio de la Lámpara, la inflación se vuelve una especie de constante malévola en la vida nacional. Basta con escuchar las vivencias de amistades o darse una vueltecita por alguna tarima, ya sea estatal o privada, para enseguida descubrir el galope de esa dama para nada benevolente.
Esta frase es muy común en algunos de nuestros padres o abuelos y formaba parte de la educación y el buen uso del idioma con metáforas singulares. Cuando a alguien se le decía: ¡Vaya a bañarse!, en horario y lugar que no eran propicios para un baño, significaba que estaba de más, que su presencia y discurso no eran gratos ni permisibles. Era una forma decente de echar, botar, alejar a alguien. Ahora que los valores escasean (no me refiero a precios) y en nombre de la «modernidad» y la libertad de expresión, es mucho más fácil mandarlo para la pi..., tres coma catorce.
Conviven entre nosotros varias generaciones, cada una de ellas modelada por tiempos y circunstancias diferentes. De la más antigua —ayer denso y frondoso bosque— el paso de los años va dejando árboles dispersos. Sus raíces se hunden en el recuerdo de las luchas contra la tiranía, en las vivencias de una República en proceso de descomposición y en los albores épicos del triunfo de enero de 1959.
De las galletas dulces de las que hablé en estas páginas el 29 de diciembre de 2010 me acuerdo con frecuencia, cada vez que la bondad se me presenta espontáneamente, sin esperarla. En aquella ocasión, en que un muchacho les regalara a un par de desconocidas algunas de las galletas de la bolsa que recién había comprado al percatarse de que salíamos hambrientas del trabajo —¿te acuerdas, Alina Perera Robbio?— nos pareció un gesto dadivoso y completamente desinteresado. Un ejemplo de que siempre hay quien tiende su mano sin esperar nada a cambio.