Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La bondad que camina

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

De las galletas dulces de las que hablé en estas páginas el 29 de diciembre de 2010 me acuerdo con frecuencia, cada vez que la bondad se me presenta espontáneamente, sin esperarla. En aquella ocasión, en que un muchacho les regalara a un par de desconocidas algunas de las galletas de la bolsa que recién había comprado al percatarse de que salíamos hambrientas del trabajo —¿te acuerdas, Alina Perera Robbio?— nos pareció un gesto dadivoso y completamente desinteresado. Un ejemplo de que siempre hay quien tiende su mano sin esperar nada a cambio.

Años después vuelvo a estas líneas para que mi monedero y un celular sean el pretexto para reafirmar la tesis de que siempre podemos ayudarnos noblemente. Los sucesos, y de antemano ofrezco disculpas por no preguntar los nombres de los protagonistas, merecen multiplicarse porque coexistir en sociedad merece, en gran medida, de la bondad.

Por orden cronológico, un poco distante en la fecha, comienzo por el monedero, cuya ausencia detecté a la mañana siguiente de haberlo perdido. Y recordando la ruta que tuve la noche anterior, volví a uno de los lugares, donde me extendieron un papel con un número de teléfono para que llamara a quien se lo había encontrado e imaginó que tal vez yo podía volver a buscarlo. La misma noche tocó en la puerta de mi casa para devolverlo, guiándose por la dirección del carné de identidad, y nadie había para abrir la puerta. Ahí estaba yo entonces, llamándolo a su casa, anotando sus coordenadas para recoger mi monedero.

A la casa de este buen hombre fui y recuperé, ya se sabe, el aliento, porque tramitar carnés, tarjetas magnéticas, turnos médicos, licencias… todo ello es realmente lo preocupante. ¿Que es lógico que se devuelva lo que se encuentra? Sí, lo es; es una verdad de Perogrullo, pero no todas las historias similares tienen un final feliz como este.

Días atrás, ante la inminencia de salir a una cobertura periodística y todavía encontrarme en el Banco, necesité llamar por teléfono para informarlo. Al no disponer del teléfono celular y no visualizar un teléfono público, pedí a una señora que salía del cajero automático, por favor, llamar a mi jefe con 99, para no afectarle su crédito. Lo hice, pero realmente esa llamada no bastaría para coordinar bien todo, y como la señora cruzó la calle y se fue, minutos después le pedí el mismo favor a un señor.

Ya van dos gestos solidarios. Sin embargo, mi sorpresa fue mayor cuando un rato después, parada en la esquina a la espera del carro que me recogería, aquella señora viene hacia mí para decirme que le habían llegado SMS a su número y llamadas que seguramente yo debía saber, para aclararme algo de mi gestión, y ella entonces dejó de montarse en la guagua que esperaba para hacérmelo saber.

Parecen anécdotas muy simples, cuentos de camino, vivencias intrascendentes. ¿Cuántos sucesos parecidos no puede vivir alguien a diario? Créanme que en mi caso, no muchos. Por eso me reconforta sentir esa alegría indescriptible cuando percibo que ayudar al otro puede ser posible, sin maldad ni interés.

Cuando soy beneficiada, como cualquiera, de esa misma bondad que puedo yo cederle en algún momento a alguien, me siento feliz. Me quedo con las «gracias» recibidas y la sonrisa complacida. La diferencia radica en que, como periodista, puedo publicar mis buenas experiencias. Solo quiero que se multipliquen.

 

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