«Quiero ser ingeniera. Como tú». Mi madre alzó la vista para «reírme la gracia». Sacudió la cabeza siempre despeinada, ajustó los espejuelos y volvió a sus papeles bajo la poca luz del comedor de la casa donde parábamos en sus largas estancias en Macún, la empresa pecuaria de Sagua la Grande, por entonces base de operaciones de sus sueños de investigadora.
Armar ese rompecabezas de las ventas minoristas con una demanda que desborda la existencia hasta del pirulí, requiere de un finísimo tino para evitar caer en bandazos que desprenden un sabor a trampa mediante una rústica manipulación.
Late hoy, por el 20 de octubre, el corazón de Cuba. Y se siente en el rumor del aire, en las vibraciones de la tierra, el palpitar de los fundadores: del sacerdote pensante, del intelectual subversivo, de la negra rebelde, del científico ético, del hacendado generoso, de la brava mambisa, del extranjero cubano, del niño sin zapatos, de la niña abanderada…
Ante las dudas, el mejor antídoto es informarse. No tenga pena; pregunte hasta lograr construir una idea propia. Ese ha sido y será el método más efectivo, incluso en tiempos de COVID-19, cuando ha sido difícil para la ciencia más avezada auscultar y radiografiar con exactitud al mortal virus.
Había transcurrido algo más del primer tercio del siglo XIX cuando Ramón de Palma escribió, en 1838, El cólera en La Habana. Por aquel entonces, la narrativa cubana daba sus primeros pasos. Era la expresión concreta de la voluntad manifiesta en un grupo de criollos de configurar el perfil identitario de la isla mediante el registro de costumbres y acontecimientos relevantes.
Que un país diseñe un Código de las Familias pensando en el amor y la pluralidad de realidades que nos componen, es sin dudas un hecho progresista. Incluir a quienes por diversos motivos no han visto sus necesidades sustentadas en la legalidad, demuestra que ya son tiempos de dejar los egoísmos, esos que solo nos permiten mirar en la única dirección establecida por años, la misma que ha dejado de lado derechos esenciales para todas las personas.
Incertidumbre, fatales presagios y esa rara soledad del paciente sentí el 18 de septiembre, cuando mi familia me despidió disimulando tristezas fuera del Hospital Naval, adonde ingresé positivo a la COVID-19. No era para menos, con tantas comorbilidades: hipertensión arterial, diabetes mellitus y cardiopatía isquémica en alguien que ha escapado de la Parca más de una vez, quizá porque aún no lo quieren allá arriba y sigue rotando acá abajo por la vida.
Tomo prestado para abrir estas líneas la escueta interrogación que le escuché a un tertuliano: «¿Cómo hubieran salido en otros países de esta pandemia acosados por tantos obstáculos impuestos desde afuera?».
El derecho a manifestarse, ciertamente es un derecho, regulado también en el nuevo texto constitucional de 2019 (Art.56), y su ejercicio debe ser con fines lícitos y pacíficos. Respecto a estos últimos, una breve reflexión.