La década de los 50 del pasado siglo se iniciaba bajo el signo de las importantes transformaciones de la historia del planeta derivadas de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Buena parte del mundo había sido asolada en lo material y en lo humano por un conflicto que desembocaba en aterradora amenaza sobre la supervivencia de la especie.
Si las ánimas de los idos aparecieran, como aseguran videntes y espiritistas, quisiera abrazar algún día a José Julián Martí Pérez, e iluminar con sus respuestas hondas y entrañables, preguntas muy íntimas que le haría sobre la condición humana y la agonía de levantar el amor y la justicia a toda costa.
Un colega me cuenta que su pequeño no quiere ir al círculo. Aún no llega a dos años y ya ha probado casi todos los trucos posibles para quedarse en casa con mamá. El padre, martiano de corazón, lo sedujo con un gesto que ha conquistado a más de diez generaciones y sigue dando resultados: recoger flores silvestres para poner en el busto antes de entrar al aula.
La radicalidad del pensamiento martiano y su carácter revolucionario van de la mano, se conectan necesariamente en la trágica historia de las naciones latinoamericanas y con un método auténtico nos devela el misterio de aquellas, lo explica, lo corporifica adaptándolo a su tiempo y nos brinda las herramientas para entenderlo.
Tengo la profunda convicción de que Martí es un amuleto contra todos los odios. Refugio frente a lo siniestro. Frente a la coraza y la frialdad.
Nunca como en este instante el enfrentamiento a la pandemia, luego del blindaje de la vacunación, depende de asumir cada cual una actitud responsable para atajar el posible contagio, sin olvidar ni siquiera un segundo que el bicho sigue ahí.
Fue mi día de esos en que suceden cosas que a veces creemos perdidas. Apenas amanecía y me disponía a ir tras las pistas de un asunto muy complicado en la ciudad donde vivo. Andaba con las alas caídas y decidí vestirme como si fuera para un teatro, para una discoteca, ¡qué sé yo!
Afirmar que José Martí se aficionó al béisbol (él lo llamó siempre «pelota») desde que en 1880, con solo 27 años de edad, levantó campamento definitivo en Nueva York, sería faltarle a la verdad. Sin embargo, este deporte —que a la sazón causaba furor en aquella populosa urbe— no fue indiferente a su pluma. Por eso en algunos de sus textos no faltan referencias a varias de sus singularidades.
El inicio de los años 30 del pasado siglo estuvo marcado por la aparición de señales ominosas en el horizonte del mundo. Sobre Estados Unidos se abatía una pavorosa crisis económica. Europa había salido de la Primera Guerra Mundial con la esperanza de que similar catástrofe, en términos humanos y materiales, no volvería a repetirse. Pero renacían los síntomas anunciadores de un inminente conflicto de grandes proporciones. En Italia, Mussolini imponía el fascismo con la marcha sobre Roma y en Alemania se producía la toma del poder por Adolfo Hitler. La guerra de España era el preludio de lo que habría de acontecer muy pronto.
Allí estaban. Por la mañana o al caer la tarde, con los puños apretados o las manos en los bolsillos para ahuyentar el frío ocasional del invierno cubano. En una cola que se desparramaba por unos 50 metros entre la acera y unos bancos, y todos con la misma cara de resignación en busca del mismo propósito: su turno para extraer dinero en uno de los cajeros automáticos.