Allí estaban. Por la mañana o al caer la tarde, con los puños apretados o las manos en los bolsillos para ahuyentar el frío ocasional del invierno cubano. En una cola que se desparramaba por unos 50 metros entre la acera y unos bancos, y todos con la misma cara de resignación en busca del mismo propósito: su turno para extraer dinero en uno de los cajeros automáticos.
¿Cuánto tiempo permanecerían ahí? Nadie podría responderlo de inmediato a menos que siguiera con toda intención el marcaje de los números en el reloj. La otra interrogante, sin embargo, podía ser más persistente: ¿sería necesaria esa espera?
En el habla popular, sobre todo en el matiz del choteo nacional, el platanal de Bartolo resulta ese espacio donde germina la anarquía. Señalar un objeto, institución o persona con las «virtudes» de esa plantación, deviene enseguida en su ubicación dentro de los mundos más conmocionados posibles y con sus dosis correspondientes de irrespeto.
Mirado con cierto detenimiento, se puede decir que algo de los predios de Bartolo envuelve el día a día de la población cubana al observar el conflicto entre los servicios de las instituciones y la ciudadanía.
Tal pareciera que las 24 horas de la mayoría de las cubanas y cubanos se convierten en un troceado de trámites de toda índole, donde el tiempo efectivo para cumplirlos se alarga de manera indefinida en detrimento de otras necesidades.
Los ejemplos no pueden ser más coloridos. ¿Ir a buscar la leche o el pan? Haz tu cola aquí. ¿La placita? Ni se diga. ¿Las tiendas en MLC? ¿Comprar un celular o sacar una línea con Etecsa? Respira hondo. ¿Renovar la dieta en la libreta? Pregunta primero el horario más adecuado, el menos tumultuoso de la Oficoda y, aun así, suénese sus 20 o 30 minutos de cola, por lo bajito. ¿Comprar la balita del gas? Reza cinco padres nuestros, diez avemarías y suena un siacará bien fuerte. ¿Trámites en la vivienda? Bueno, eso lo dejamos ahí...
Si a lo anterior se añade que muchos de esos establecimientos cierran o tienen poca o ninguna oferta al concluir la jornada laboral, entonces se tendrá una idea del sobresalto mayor en el ajetreo de cualquier familia al concluir su horario de trabajo, ya sea dentro o fuera del hogar.
Ese maremágnum, convertido en piedra constante en la existencia de una persona, ha devenido una especie de Armagedón donde campea con total felicidad la ausencia de una organización efectiva. Es el apocalipsis, según Bartolo y sus predios agrícolas.
Solucionar ese problema implica la urgencia de estremecer comodidades y trabas que, convertidas en criterios o verdades inamovibles, alimentan la falta de innovación para renovar el funcionamiento de múltiples entidades.
Resulta demasiado evidente que en esas condiciones se vuelve algo muy complejo lograr una adecuada productividad en el trabajo, como se señalaba hace algún tiempo en una de las sesiones de la Asamblea Nacional.
¿Cómo lograrla si obtener un documento o comprar un jabón se debe realizar en horario laboral? El asunto, no obstante, va un poco más allá de la mera economía: el tema se dirige a la calidad de vida de las personas y también a una zona donde se pone en balanza la gestión y eficacia del Gobierno, algo bastante sensible y que no constituye material de segunda en el funcionamiento de cualquier Estado.
Como mismo se analizan las tendencias de la COVID-19 o las posibles demografías de una región, quizá sería bueno pedir a los matemáticos un estudio sobre cuántos minutos se ahorraría el común de los mortales si se viabilizara toda esa madeja de trámites.
De seguro sería bastante. Lo suficiente como para que esas personas, ante el cajero, pensaran en la llegada de su turno como algo intrascendente, más bien un pasatiempo y no una jornada interminable en medio de un día invernal.