Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El maestro seductor

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Un colega me cuenta que su pequeño no quiere ir al círculo. Aún no llega a dos años y ya ha probado casi todos los trucos posibles para quedarse en casa con mamá. El padre, martiano de corazón, lo sedujo con un gesto que ha conquistado a más de diez generaciones y sigue dando resultados: recoger flores silvestres para poner en el busto antes de entrar al aula.

Entonces sí el chiquillo se apresta al paseo matutino, y mientras arma oraciones graciosas con las nuevas palabras que descubre, va llenando sus manitas de colorido para depositar ante el rostro pensativo que lo recibe en la institución.

Le cuento a mi esposo la anécdota y me relata con ternura la historia de su pequeña, que adoraba a Martí (y al Che, y a Fidel…) aun cuando no lograra entender el aporte de esos hombres a su delicado bienestar. Sin muchas palabras, Ariadna sabía expresar veneración por esos patricios, cuyos rostros veía en la tele o en las revistas, ¡y hay de quien intentara hacer burlas por el modo en que pronunciaba sus nombres, sagrados hasta para esa mente de especial universo!

Mientras lo escucho, recuerdo a Erick, uno de mis niños de primer grado, más de dos décadas atrás. Era el típico pillo de mente ágil que nunca falta en un aula cubana, el que siempre tenía una ocurrencia para sacar de quicio a otros niños, pero cumplía los deberes sin que sus notas se afectaran. Eso sí: solo embromaba a los varones. Jamás hizo blanco de sus trastadas a las niñas porque «Martí se pondría bravo conmigo, maestra», decía con cara alargada y la voz un tilín más profunda.

Un día lo vi en puntillas junto al busto del patio y me acerqué despacio a ver qué tramaba. Cuando me percibió a sus espaldas, se viró con la sonrisa más inocente para declarar: «Tranquila, mae… solo estoy viendo si ya tengo la estatura del Maestro. Mi papá me dijo que tenía que ser tan grande como él para ser alguien en la vida, y yo quiero ser el jefe de tu destacamento».

En otra ocasión entró durante el receso, mientras revisaba las libretas de caligrafía, y muy suavemente me tomó la mano para pedirme que me casara con él. «¡Pero si eres un pitirre… de edad y de tamaño!», dije muerta de la risa y, con un deje de persuasivo orgullo, me ripostó: «Pero Meñique se casó con la princesa, ¿no? Y a ti te gustan los inteligentes, no los fanfarrones…».

Pudiera hacer infinitas anécdotas del poder seductor de Martí en las mentes más tiernas, pero creo que ya captaron mi punto: ese amigo de los niños de América —y de las niñas, que también en ellas pensaba al escribir— es el verdadero Apóstol de Cuba. El que supo hablar llano de las cosas más hondas, rimar sencillo las verdades más profundas y contar de qué está hecho el progreso, que no es solo metales o vapor, sino finezas de la mente, tradiciones, esfuerzo y sudor, sonrisas y elegancia…

Hay otro Martí al que es preciso llegar con la cabeza lúcida y un resaltador de texto. Uno que es bueno leer de la fuente y contrastar con sus más eruditos intérpretes. Un Martí de «nivel Dios», como dice la juventud de hoy para referirse a lo más excelso y depurado de cualquier asunto.

A ese podemos disfrutarlo, esgrimirlo, consultarle dudas como un oráculo de ética y patriotismo. Pero si no te sientes a su nivel, si crees que su lenguaje te supera y sus descripciones te abruman, vuelve al maestro curioso de La Edad de Oro; al político sagaz de los discursos en Tampa para gente humilde y sensitiva; al de las cartas familiares, tan llenas de amor, compasión y convicciones hacia todos sus destinos, por muy diversas que fueran sus familias de sangre y afecto.

Si estás en esa etapa intelectual en que la filosofía no puede exceder las líneas de un meme, ve al Martí de los apuntes al vuelo. A los sucintos diarios de campaña. A sus dedicatorias al dorso de cualquier fotografía. A las primeras frases de su Ismaelillo.

Lo que no puedes hacer, so pena de perder tu propia belleza interior, tu cubanísima esencia, tu niñez… es olvidar al Martí que nos seduce día a día, el que nos vuelve a las raíces desde un grafiti en la pared, una «app» con sus obras completas o un busto silencioso en el que resplandece un modesto marpacífico, depositado con la más pura y susceptible devoción infantil.

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