El gran relato de la historia entreteje factores económicos, sociales, políticos y culturales en un estrecho vínculo de interdependencia. La lectura productiva de tan apretada urdimbre de factores ha de descartar las simplificaciones derivadas de una visión determinista, tal y como la concibieron los pensadores positivistas, alegremente entusiasmados ante el decursar lineal del progreso humano.
La historiografía cubana ha concedido interés primordial al estudio de nuestro siglo XIX, etapa fundacional en más de un aspecto, origen de un legado que ha trascendido a través del tiempo. Sin embargo, para desentrañar lo que somos resulta imprescindible sistematizar la investigación en torno al siglo XX, nuestro ayer inmediato, período de agudización de contradicciones que condujeron a la maduración de las aspiraciones emancipadoras proyectadas hacia una radical transformación revolucionaria.
Con suma perspicacia, definió Juan Marinello los años 20 del pasado siglo como década crítica. La economía de plantación instaurada desde la centuria anterior, a partir de un crecimiento fundado en la producción de azúcar y la dependencia de un solo artículo de exportación, se afianzó con la aparición de los grandes centrales en la zona oriental del país. En muchos de ellos, el componente agrícola requerido por la industria pasaba de las manos de los colonos cubanos a los extensos latifundios entregados a las llamadas «cañas de administración», pertenecientes también al capital norteamericano.
Abolida la esclavitud, fueron contratados en misérrimas condiciones macheteros procedentes del vecino arco antillano. De esa manera, se expulsaba de esas tierras al pequeño cultivador nativo, dedicado a la siembra de frutos menores. La dominación política asentada en la Enmienda Platt se complementaba con tratados comerciales que beneficiaban, mediante la aplicación de impuestos aduaneros, a los vecinos del norte. Monoproductor y monoexportador, el país, aherrojado a un solo mercado, importaba la mayor parte de los bienes restantes. Con la segunda intervención norteamericana la corrupción administrativa se convirtió en fiesta de tiburones que se bañaban y salpicaban. Al concluir la Primera Guerra Mundial, los precios del azúcar se desplomaron. Habían llegado las «vacas flacas».
El ordenamiento cronológico establecido por los calendarios, con su regularidad de centurias de cien años de duración, es una convención creada por los seres humanos que no siempre se ajusta al ritmo verdadero de la historia. Para Cuba, en cierto sentido, a pesar de la independencia formal alcanzada en 1902, el XIX fue, en cierto modo, un siglo largo. Se extendió, más allá de sus límites, por algo más de dos décadas.
Superado el sentimiento de frustración que acompañó el nacimiento de la República neocolonial, la generación emergente se propuso cambiar las cosas en todos los planos de la vida. Se formaron organizaciones de mujeres, de estudiantes, de obreros. Nació el primer Partido Comunista. También los intelectuales se agruparon en torno al Grupo Minorista y formularon un programa que proponía la renovación de los lenguajes artísticos y el impulso a un arte vernáculo. Mediante la participación en órganos de prensa se proyectaba hacia el espacio público. Atento a las noticias llegadas de una Europa donde había surgido el cubismo y el surrealismo, volvía la mirada hacia nuestra América. De raíz agraria, la Revolución Mexicana popularizó héroes como Pancho Villa —llegado del norte— y Emiliano Zapata, venido del sur, ambos sacrificados con el empleo de la traición. Pero el Gobierno surgido de ese proceso entregó los muros a pintores que, como Diego Rivera y José Clemente Orozco, conjugaron modernidad y reivindicación del espíritu nacional donde el indio, hasta entonces marginado, recuperaba rostro y presencia.
En Cuba, el legado colonial, reafirmado en la neocolonia, arrastraba la dramática huella del racismo con sus consecuencias sociales y culturales. Abolida la esclavitud, la marginación de los negros prosiguió en lo económico y mediante la persistencia de prejuicios y estereotipos, sin tener en cuenta su participación decisiva en la conformación del ejército mambí.
A la vuelta de los años 20, la concurrencia de estudios científicos y de realizaciones artísticas sentó las bases de una perspectiva renovadora. Ramiro Guerra dio a conocer Azúcar y población en las Antillas. Reconocido con razón como redescubridor de Cuba, Fernando Ortiz, dando muestras de una extrema honradez intelectual, partió de sus investigaciones de penalista sobre la «mala vida» para reconocer la alta significación de la presencia africana en la conformación de nuestra cultura hasta llegar, algo después, a su definición del concepto de transculturación.
En el ámbito de la música, Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán, con la colaboración de Alejo Carpentier, incorporaron la rítmica de origen africano a la composición sinfónica, a la vez que exploraban el universo mítico que subyace en el trasfondo de nuestra cultura. En procura de efectiva articulación entre tradición y códigos expresivos contemporáneos, apareció la llamada poesía negrista.
Los textos de José Z. Tallet y la voz proletaria de Regino Pedroso animaron el movimiento negrista, todo lo cual cristalizaría en la obra mayor de Nicolás Guillén. Con la renovación de los códigos expresivos, la creación artística hurgaba en las esencias de la identidad nacional. Desde otra perspectiva, Marcelo Pogolotti con su Paisaje cubano intentaba sintetizar las contradicciones económicas y sociales latentes en nuestra sociedad.
El enfrentamiento a la tiranía de Machado concedió primacía a la lucha política. Significativamente, el último número de la Revista de Avance se publicó el 30 de septiembre de 1930, día de la caída de Rafael Trejo. Las fuerzas se dispersaron en una polarización ideológica que abrió el camino a la tercera intervención norteamericana. En esta ocasión, el método utilizado por Roosevelt no apeló al uso de las cañoneras. Actuó por vía de la negociación. Fue la llamada «mediación» con la complicidad de sectores internos. Encontró en Batista al «hombre fuerte», dispuesto a servir a los intereses imperialistas con la aplicación implacable de la mano dura. Pero la Revolución del 30 no se fue a bolina, porque las palabras no caen en el vacío y existía en Cuba, en términos objetivos y subjetivos, una situación revolucionaria. Sobre lo que habría de ocurrir después, volveré en próxima entrega.