Fueron dos disparos. Tenía 25 años. Eran las diez de la noche del 10 de enero de 1929. Hoy, aun, nos negamos a saberlo muerto. A Julio Antonio Mella lo asesinaron y en sus últimos segundos de vida ratificó que moría por la Revolución. Organizaba entonces la expedición que lo traería a Cuba para incorporarse a la lucha armada y sabía que Gerardo Machado ordenó poner fin a su vida.
Sin embargo, no pocos echaron a andar la maquinaria de la desinformación y multiplicaron la mentira. Fue un crimen pasional, celos, envidia, pleitos del corazón, decían. Se aprovecharon de que la italiana Tina Modotti, bella y deseada, era la pareja de Mella y lo acompañaba ese día fatal. Quisieron hacer creer, incluso, que ella era sospechosa.
Abundan las pruebas para demostrar que no fue esa la razón. Mella era una piedra en el zapato para quienes, de manera conveniente, frenaban toda oposición a Machado y su régimen. Poseía un pensamiento brillante, fuertes convicciones políticas, un marcado antimperialismo y estrategias de avanzada para enfrentarlo. Un luchador inagotable por los derechos de todos… Un líder nato.
Luis Herberiche, Anacleto Rodríguez y José Flores fueron testigos de su asesinato. Vieron a dos hombres y una mujer «discutiendo», uno de ellos sacó una pistola y disparó mientras el otro corría hacia delante. Esa es una prueba pero existen cables, cifrados, mensajes secretos y diversos documentos que reflejan, de manera contundente, que en numerosas ocasiones atentaron contra su vida, y salió ileso.
Recordemos que Mella fue encarcelado injustamente y al salir de la prisión lo culparon por poner petardos y bombas en ciertos lugares de la capital cubana. Por si fuera poco, estando en la cárcel, se le intentó envenenar con pescado y consta que, luego de avisarle de otro posible intento de asesinato, se impuso una huelga de hambre que puso en peligro su salud. ¿Cuántas veces no quisieron matarlo entonces?
A este hombre, fundador de la Federación Estudiantil Universitaria—la organización que en diciembre arriba a su centenario—, del Primer Partido Comunista de Cuba, de la revista Alma Mater, revolucionario honesto, no podemos olvidarlo. Y no basta con su monumento frente a la Loma de Aróstegui donde se yergue la Universidad de La Habana. Urge que, más allá de las flores que ante sus cenizas se coloquen y poemas que en su honor hoy se declamen, que sus ideas sean estudiadas con vehemencia.
No quisiera yo que el tiempo estanque el tributo realmente merecido de este joven cubano. Los acostumbrados homenajes no pueden hacerle ver, quizá, a la más nueva generación, la valía de su entereza. Nuevas fórmulas debemos buscar. Se debe hablar de su impronta con el tono idóneo que despierte admiración, curiosidad, deseos de investigar, empatía… Mella debe ser visto como un paradigma, y como tal, considero, debe abrazársele.
Recuerdo que, años atrás, me comentaron de Natasha, la hija de Mella. Sus conversaciones con dos apasionados de la historia de nuestro país pujaban un libro. Recuento al final del camino fue el título que me dijeron y confieso que, a estas alturas, no sé si se publicó ya. Es otra manera para acercarse a Mella. ¿Cómo su hija puede quererlo y admirarlo si apenas lo conoció? Todos podemos entonces, porque su legado es inmenso.