La solidaridad es una virtud enaltecedora y hermosa. Su práctica evidencia la naturaleza filantrópica de sus cultores. Este valor cobra especial connotación en circunstancias difíciles, en tanto representa una bocanada de aliento para quienes las padecen sin encontrarles solución.
El gesto solidario encuentra en esos contextos un excelente caldo de cultivo. Aparece espontáneo y desinteresado. No exige reciprocidad y ni siquiera gratitud.
Pero la solidaridad no es solo la que hacemos efectiva con otros países cuando enviamos médicos y maestros. O cuando nos afiliamos a sus posiciones en defensa de sus conquistas. Se revela también en el día a día, igual con un perfecto desconocido que con un vecino en apuros. No se planifica, ¡aflora cuando la oportunidad aparece! Ser solidario potencia la autoestima y ayuda a que la persona se sienta orgullosa de sí misma.
Eso porque al término solidaridad se le ha conferido un campo semántico superior al fijado por el diccionario. Cuando aluden a sus bondades, no solamente lo hacen desde perspectivas materiales. A una taza de café ofrecida en un momento de angustia o a una frase amistosa dicha cuando ya nada parece tener sentido, le asignan también una gran dosis de legítima solidaridad.
Nuestros compatriotas han demostrado ser altruistas en escenarios de elevada complejidad, como el desierto de Sahara, los cerros caraqueños, las montañas de Pakistán, los desfiladeros de Nepal y en aldeas africanas. Helados por el frío o sudando a mares en parajes de cinco continentes; con la nostalgia por la familia y por la Patria distante a flor de piel; insertos a tiempo completo en realidades socio-políticas abismalmente distintas…
Pero la solidaridad no solo debe ser geográficamente exógena. Es menester practicarla también puertas adentro, con nuestra gente, en el barrio, en el trabajo, en la familia, en la calle… En esta época de contratiempos económicos y de conflictos existenciales, sería provechoso convertirla en un estilo de vida. Y no solo con grandes acciones, sino también con las pequeñas, como un gesto amistoso, una sonrisa oportuna o un saludo cordial. ¿Qué cuestan? Nada. A veces los prodigamos y no nos damos cuenta.
Hace pocos días vi cómo un joven cruzaba de prisa la calle para socorrer a una anciana que había resbalado en una acera. «A ver, abuela, ¿se hizo daño?», le preguntó cariñosamente mientras la ayudaba a incorporarse. Ella lo tranquilizó con un «no fue nada, mi’jo» y acto seguido lo premió con una sonrisa. Él se ofreció para acompañarla hasta su casa, no lejos de donde estaban. La llevó hasta la misma puerta. ¡Qué gesto solidario tan bonito!
Nuestro mundo interior será más equilibrado y experimentará más satisfacción en la medida en que ayudemos a los demás a hacer más llevadera su existencia. No debemos dejar pasar de largo ninguna oportunidad para practicarla.
Procederes de ese tenor signan la conducta tradicional de los cubanos. Si eso hoy no se revela con la misma intensidad de otrora, es porque las crisis económicas generan crisis de valores que favorecen el individualismo, y Cuba no está exenta de sufrirlas. Sin embargo, eso no justifica que, en oportunidades, escasee la sensibilidad ante casos sociales que lo ameritan.
En la clausura del 3er. Período Ordinario de Sesiones de la 9na. Legislatura de la Asamblea Nacional de Poder Popular, el Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez expresó sobre este asunto: «Quiero llamarnos a subordinar los intereses personales a los colectivos, sin negar ninguno de los dos, sino integrándolos. Me queda claro que en una sociedad humanista y solidaria como la nuestra no se puede ser feliz individualmente».
Ser solidario es ponerse en función de ayudar a los demás, ofrecer, compartir, comulgar y sentir como propia la tragedia ajena. Paradigmas legítimos son la taza de café, la frase de aliento, la sangre donada y la ayuda ofrecida. Desde una dimensión material, tal vez eso no significa gran cosa. Pero desde los afectos y el amor, entrañan una enormidad. Porque no solo de valores materiales viven las personas. De eso se trata.