Las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC) han vuelto a resonar como campanas de júbilo. Por un tiempo ya avejentado tañeron como si llamaran a silencio. Surgieron por un acuerdo del Buró Político del Partido Comunista en 1993, y más tarde el Decreto Ley 142 les dio naturaleza legal. En síntesis, las áreas de granjas estatales pasaron a propiedad usufructuaria de los trabadores, y los implementos de trabajo les fueron vendidos. Es decir, empezaron a respirar con deudas, que es como jadear, pero el país las clasificó como un paso en la descentralización de la economía agrícola.
Hace unos días en La Habana, en un lugar de cuyas calles es mejor no recordar nombres, descubrí un detalle que parecía brillar en medio de un paisaje hostil (marcado por el desorden, el ruido, el hollín que nadie ha quitado en años, y desechos mal ubicados a pesar de los contenedores). Se trataba de un lindo pez que alguien tuvo la delicadeza de dibujar y empotrar en una pared-esquina.
Muchos se aprovechan hasta la saciedad de esa falta de persistencia para eliminar —o al menos mantener en una baja prevalencia— ciertas conductas enraizadas que, sin constituir un delito, causan malestar y enrarecen la cotidiana existencia.
Husmeo sus pasos en las vetustas casas de la calle Gerardo Medina, a la que todos aún se empeñan en denominar Vélez Caviedes. La escudriño en el viejo camino de Los Marañones, y en las márgenes del río Guamá, porque Pinar del Río se resiste al tiempo y la desmemoria.
El mango lleva impreso en su genealogía el rótulo de fruta plebeya. Y no es por su casta promiscua y humilde, sino por la abundancia con que la naturaleza se lo ofrece a sus criaturas. «¡Llega, tiempo de mango!», clamaban en otros tiempos los estómagos vacíos, ansiosos por darse un atracón con aquel virtual maná regalado por la Providencia.
Con sendos discursos de Joe Biden y Barack Obama fue clausurada la Convención Nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos y como la semana antepasada se celebró la del Partido Republicano, de ahora en adelante es que empieza la rebatiña política por ocupar la presidencia del país.
Dicen que los extremos siempre son malos. También que somos propensos a ir de lo sublime a lo ridículo, a virar la tortilla, a tirar el sofá por la ventana, o que si bien unas veces no llegamos, las otras nos pasamos. Y ese «sambenito» no creo que tenga fin.
Simón Bolívar, El Libertador, medía un metro con 65 centímetros, tenía pies y manos muy pequeños y posiblemente hablaba con la cadencia de los habitantes de islas Canarias y el dialecto culto de los residentes en la ciudad de Madrid.
Cuando se acerca septiembre, el paisaje urbano se modifica. Después del adormecimiento vacacional, la muchachada anima las calles con el colorido de los uniformes. Algunos jóvenes se estrenan en la universidad, donde habrán de esbozar proyectos de futuro. En esos días percibo con mayor agudeza la nostalgia del aula. Siempre me tentó la vocación del magisterio, pero nunca estudié pedagogía. Aprendí el oficio sobre la marcha y, sobre todo, valiéndome de las vivencias personales, imitando a mis mejores profesores y descartando comportamientos que me parecían inadecuados.
Tengo enraizada para siempre la certeza de que nada tiene mayor autoridad y poder de convocatoria que los sentimientos. De ellos depende, como alguien dijo, la suerte del mundo. No olvidaré, por ejemplo, uno de los carteles más hermosos y aleccionadores que he visto en toda mi vida: «La Revolución nace en el corazón». Eso significa que todo cuanto hagamos, incluso aquello que más serio y solemne parezca, jamás será —si de hacerlo de veras se trata— algo abstracto que no haya pasado antes por una conversación cálida, por una conexión personal que dejó huellas y se convirtió en rampa de lanzamiento para lo que definitivamente une: la creación.