El mango lleva impreso en su genealogía el rótulo de fruta plebeya. Y no es por su casta promiscua y humilde, sino por la abundancia con que la naturaleza se lo ofrece a sus criaturas. «¡Llega, tiempo de mango!», clamaban en otros tiempos los estómagos vacíos, ansiosos por darse un atracón con aquel virtual maná regalado por la Providencia.
Cuando recuerdo los mangos que se cosechaban en la finca de mis abuelos, se relamen de placer mis papilas gustativas. ¡Vaya prodigios de frutas! Los había de diferentes clases y maduraban en lo alto de los árboles sin el temor de que una alevosa pedrada los derribara antes de sazonar.
Los caminantes de por allí jamás necesitaron permiso para atiborrar sus alforjas con las frutas esparcidas por el suelo. ¿Pagarlas? ¡Vamos! Por entonces cobrar un mango criollo era tan sacrílego como cobrar un jarro con agua. Además, se sabe que los campesinos fueron siempre modelos de generosidad.
Pero hete aquí que, en unas pocas temporadas, el bucólico status quo se pulverizó. Hoy, un mango de pedigrí —y no hablo ya del aristocrático bizcochuelo— puede venderse hasta en cinco pesos. Zamparse uno rebasa el gusto y deviene gustazo. Tan alto se le cotiza que, incluso, se le ha tomado como paradigma de excelencia. «Niña, ¡eres un mango…!», le escuché exclamar a alguien, a guisa de piropo. Estaba dirigido a una criollita de esas que caminan por cualquier lugar de Cuba.
¿De qué callada manera —como dice el trovador— se disparó tan espectacularmente el precio callejero del mango? ¿A qué circunstancia se le atribuye? Se suele culpar del hecho al huracán Ike, que hace cuatro años arrasó por acá, por predios tuneros, con cuanto frutal topó en el camino. Desde entonces, los dueños de los mangales recuperados intentan y hacen su agosto.
Y parece que se trata de un próspero negocio. Ya circula por ahí un chiste. «Oye, compadre, te veo en alza con tu cadena y tu sortijón, ¿estás recibiendo remesas?», —le pregunta un amigo a otro. «¡Qué va, chico, me las compré con el dinero de la venta de los mangos de mi casa!», responde el aludido.
Exageraciones a un lado, lo cierto es que ya casi nadie regala un mango ni para un remedio. «Los tiempos han cambiado, mi´jo, y hay que vivir…», se justifica el octogenario Rubén, campesino de cuna, cuando le reproché el cósmico valor de las frutas que ofertaba en una palangana frente a su casa. Y yo le repliqué: «Sí, vivir, pero matando el bolsillo ajeno».
En Cuba existe una estrategia para fomentar y diversificar los frutales, refirieron a este diario directivos del Instituto de Investigaciones de Fruticultura Tropical. Pretende, a mediano plazo, que cada compatriota consuma diariamente no menos de 150 gramos de frutas, en correspondencia con los requerimientos del Fondo de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
Cuando eso ocurra, ya nadie podrá coger mangos bajitos.