Hace unos días en La Habana, en un lugar de cuyas calles es mejor no recordar nombres, descubrí un detalle que parecía brillar en medio de un paisaje hostil (marcado por el desorden, el ruido, el hollín que nadie ha quitado en años, y desechos mal ubicados a pesar de los contenedores). Se trataba de un lindo pez que alguien tuvo la delicadeza de dibujar y empotrar en una pared-esquina.
Como quien descubre un milagro me quedé mirando aquella creación que parecía una baraja, un lazo en el cabello travieso de una niña, un cuadro en son de protesta contra la fealdad, un signo de admiración que parecía exclamar: «todos los rincones de la ciudad merecen un poco de amor».
Entonces quise imaginarme la ciudad llena de peces o de cualquier otro capricho creativo. Y asombra que, como la vida parece estar hecha de misteriosas conexiones, justo días después de mi leve hallazgo fui llevada por alguien a quien mucho quiero hasta el Estudio Taller ubicado en la calle 226, esquina 3ra. A, en Jaimanitas. Es allí donde el pintor, grabador y ceramista José Fúster (Caibarién, Villa Clara, 1946) tiene su mundo de sueños que ya le desbordó y se expande bella y beneficiosamente a muchos sitios de la comunidad.
En el Estudio, mirando a ratos una máquina de coser pintada de oro, o un grifo rodeado de pétalos, o rosas amarillas flotando en las aguas que Fúster acopió en una cuenca de azulejos para homenajear a la Virgen de la Caridad del Cobre (exposición titulada Una flor para Oshún), recordé aquel maravilloso pez aislado. Y mientras el artista me decía «yo soy un vengador: mi gran venganza es el amor», pensaba en todo lo que puede hacer el arte por un país, empezando por algo tan básico y cardinal como ayudarnos a vivir.
Un buen día Fúster, ayudado por la familia y los amigos, por el vecindario, y por las manos de sabios constructores, empezó a poner losas en múltiples espacios de su pequeño país, es decir, su barrio, su «habitat natural», como él le llama. Y así nació un universo lleno de poesía, de colores y palabras, de homenaje a lo mejor de la identidad insular, y de vindicación de sedes tan concurridas y cotidianas como un consultorio médico.
Fúster está convencido de que el arte es un arma de largo alcance, y de que la sociedad puede ser más participativa a través de ese «juego» enaltecedor que es poner lo bello en lo útil. Habiendo considerado que uno de sus oficios es el de «soñador», este cubano que conoce bien a su gente (se ríen en las peores circunstancias, y saben autorregularse) empezó un día a correr los linderos de la posibilidad movido por una idea liberadora: «yo soy la Revolución». Y como nadie le puso linderos en eso de crear, los vecinos del artista viven en un bosque de símbolos que entra por los ojos y termina acomodándose en el alma.
Me consta que a nivel de comunidad, allí donde se palpa definitivamente el país que vamos tejiendo o destejiendo, hay muchos soñadores, islotes de fermento habitados por gente apta y llena de inteligencia, dispuesta a correr los límites. Creo que vale mucho abrirles todo camino, apoyarles y seguirles ahora que tanto hablamos de desarrollo local y de una línea de horizontalidad que debe robustecerse en pos de lograr el equilibro con lo vertical inevitable.
La inspiración es clave, y pensar el qué y el cómo hacer también (porque tampoco se trata de emprender cualquier asunto; no hablo de ponderar la ignorancia activa). Lo que nos llevará adelante será visualizar y aplaudir el talento y el liderazgo que suele crecer como la yerbabuena en esta Isla, mundo condensado de lo potencial. Solo así poblaremos las ciudades de peces, de colores, de una vida que muchos soñamos pero que debemos sacar, paso a paso y sin miedo, al paisaje nuestro del día a día.