Las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC) han vuelto a resonar como campanas de júbilo. Por un tiempo ya avejentado tañeron como si llamaran a silencio. Surgieron por un acuerdo del Buró Político del Partido Comunista en 1993, y más tarde el Decreto Ley 142 les dio naturaleza legal. En síntesis, las áreas de granjas estatales pasaron a propiedad usufructuaria de los trabadores, y los implementos de trabajo les fueron vendidos. Es decir, empezaron a respirar con deudas, que es como jadear, pero el país las clasificó como un paso en la descentralización de la economía agrícola.
Uno de sus principios primordiales era la autonomía. Sin embargo, parece que nunca fueron autónomas completamente. De una u otra formas, las empresas, que habían quedado como metodólogas, continuaron ejerciendo su burocrática función de mandar y limitar. Hacia mediados de los años 90, este articulista pasó unos tres meses investigando en campos y municipios para precisar hasta qué grado eran autónomas las UBPC. De la indagatoria surgió un artículo cuyo título —Ser o no ser… autónomas, esa es la cuestión— anunciaba el hallazgo negativo, y el bajante lo confirmaba: «Para sentirse dueño, hay que serlo». La revista Bohemia evidenciaba, así, los garfios que estancaban a las UBPC: carecían entonces, entre otros medios, de cuentas bancarias y ciertas direcciones empresariales les trasladaban la maquinaria o les negaban arbitrariamente los recursos.
En estos días, leí una noticia de un nuevo reglamento para el funcionamiento de las UBPC. No las limita, sino las libera: les garantiza el principio de autonomía prescrito por el Partido cuando, antes que una ley, les dio existencia con un acuerdo político. Esto es, el Partido las respaldó desde antes de ser una criatura colectiva de distinto tipo en nuestros campos.
Tirando los ojos hacia la agricultura en general, podríamos deducir que la contraseña del adelanto de las fuerzas productivas consiste en ciertas adecuaciones autonómicas. Es increíble que aún estructuras locales determinen qué sembrar en esta tierra o en aquella, o cómo o cuándo cosechar. O que estructuras municipales suministren los insumos básicos, de modo que el productor siempre espere por la atención de un personificado mecanismo oficial que da o no da, y a veces quita.
A la aplicación del Decreto Ley 259, que distribuye tierras ociosas, posiblemente le esté ocurriendo lo mismo que al de las UBPC en su momento. Y no hallo otra manera que llamar a ese mal como resistencia. Y la resistencia es término ambivalente. Ha sido una virtud del pueblo frente a la agresión y la voracidad de la potencia del Norte, y resulta una táctica burocrática ante la nueva configuración socioeconómica del país.
La resistencia, en negativo, se asemeja a una cola larga. A veces se arrastra sutilmente como el majá; otro día se encabrita como caballo cerrero, y en ciertas jornadas se mueve lentamente, como un buey agobiado por el calor. Algún papel habrá de tener la oficina. Pero el más indeseable sería el de paralizar, distorsionándolas mediante herrajes forjados por iniciativas locales, cuantas medidas el Gobierno adopte para azuzar la vergüenza de saber a nuestra agricultura incapaz de producir lo que la sociedad exige.
La burocracia —ojalá fuera la imprescindible— no debe de disponer de mucho tiempo, ni de gente, para elucubrar cómo proteger su comodidad y su poder enrarecedor. Y no me refiero a que la agricultura discurra a impulsos de un incontrolado albedrío. La propiedad y la libertad piden control. Porque si no la primera derivaría en pillaje y la segunda en caos. Pero volvemos a hablar de un control, contrato mediante, que facilite el trabajo de los nuevos propietarios. Y en lugar de acosarlos, los ayude y oriente.
Hace poco me telefoneó un pequeño agricultor comprometido con tantas, equis, toneladas de carne de cerdo. Hace un año le faltaron tres para cumplir. Gracias a la dirección provincial, según cuenta, pudo conseguir otro convenio. Mas, los puercos no engordan. El alimento que le suministran los del Porcino no genera peso: suele ser aflecho; pura paja. Y ante el problema, los directivos del municipio lo amenazaron con llevarlo a la Fiscalía.
¿Se estimulará así al campesino a descubrir alternativas alimentarias? Y ese es el propósito. Controlar no es castigar ni juzgar. Es compartir la búsqueda de las reservas de pensamiento, sabiduría y ánimo que subyacen en los hombres que labran la tierra. Lo contrario se disolvería en un ser o no ser… ¡nada!