Cuando se acerca septiembre, el paisaje urbano se modifica. Después del adormecimiento vacacional, la muchachada anima las calles con el colorido de los uniformes. Algunos jóvenes se estrenan en la universidad, donde habrán de esbozar proyectos de futuro. En esos días percibo con mayor agudeza la nostalgia del aula. Siempre me tentó la vocación del magisterio, pero nunca estudié pedagogía. Aprendí el oficio sobre la marcha y, sobre todo, valiéndome de las vivencias personales, imitando a mis mejores profesores y descartando comportamientos que me parecían inadecuados.
Mi padre asumió funciones de mentor. Sus actitudes resultaban contradictorias y me permitieron observar las dos caras de la moneda. Con frecuencia salíamos a pasear juntos. Se desarrollaba entonces una conversación entre iguales, libre de asomo de condescendencia. Era un desafío que estimulaba mi voluntad de empinarme y vencer las dificultades. Los temas se relacionaban con cosas cotidianas, con lecturas, con asuntos de actualidad. En ocasiones, me interrogaba acerca de mis estudios. Las preguntas sucesivas despertaban mi espíritu crítico y socavaban mi credulidad en el decir de los manuales. Era una suerte de ejercicio socrático muy estimulante.
De tarde en tarde recordaba que le correspondía desempeñarse en su papel de padre. Llegaba entonces la hora del autoritarismo: «Hay que hacerlo de esta manera porque lo digo yo y basta». La voz imperativa había sustituido a la persuasión. Reducida al tamaño de un pulgar, se desencadenaba en mí la violencia, traducida en franca rebeldía o en resistencia pasiva, según las circunstancias. En mi fuero interno reconocía a veces que la razón estaba de su parte, pero ninguna fuerza humana podía llevarme a modificar mi actitud, a ceder ante la imposición. Se fue consolidando un reflejo condicionado que persistió hasta mi edad madura para preservar un territorio secreto que salvaguardara mis inquietudes de orden intelectual.
Tuve la suerte de contar con maestros hechos a la medida de mis necesidades en cada edad. Mirando por el retrovisor, comprendí muy pronto que en el espacio de la escuela empezaba a forjarse el modelo de la sociedad, utópica o injusta según las circunstancias. En ella, el maestro debía disponer de una autoridad inmanente que dimanaba de un saber y de una actitud. El dominio de la materia más allá del prontuario de los manuales es una de las fuentes primordiales que convierte al maestro en un portador de verdad, garantía de credibilidad, preparado para capacitar en todos los órdenes de la vida.
Al cabo de los años, persisten en mi memoria los rostros y los nombres de mis maestros. A ellos debo el aprendizaje de los libros. Con el andar del tiempo, mi información intelectual sobrepasó en gran medida lo que pudieron enseñarme, pero comparten con mis padres la transmisión de valores que no me han abandonado. No se valieron para lograrlo de metodologías específicas, sino de gestos y actitudes relacionados con el hacer cotidiano del aula.
Entrenados para aguzar la facultad de observación, a los pocos días de iniciado el curso habían caracterizado los rasgos fundamentales de los alumnos de reciente ingreso. Sabían lo que pude descubrir más tarde a través de mi práctica profesional: las circunstancias contribuyen a conformar cada grupo de distinta manera. Algunos son más inquietos que otros. Por razones impredecibles e inclasificables, aparecen muchachos con cualidades que lo inducen a imponer un espontáneo liderazgo personal.
Volver una y otra vez en cada curso sobre el mismo programa puede resultar rutinario. La creatividad del maestro se despliega en la implementación de estrategias para conducir los diferentes grupos, y animar el espíritu colectivo sin anular la proyección de las individualidades para favorecer el crecimiento espiritual e intelectual de esa pequeña humanidad que converge en el aula.
Es la hora de afincar en cada personita la confianza en sus propias capacidades, de promover acciones que transformen los sentimientos solidarios en un reflejo condicionado, de incentivar el interés por el entorno, por el cuidado de la naturaleza y la ciudad, eslabones primeros del amor a la patria.
Escalón mediante el cual el niño y el joven acceden a la sociedad, la escuela tiene que aproximarse a un proyecto de utopía. El soborno, la mentira, las manifestaciones de prepotencia, de discriminación y las expresiones de doble moral constituyen actos en extremo repudiables, merecedores de castigo en un ámbito que debe estar presidido por la equidad.
Estos conceptos pueden parecer inspirados en un sueño de una noche de verano, pero no debe olvidarse que para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita y que en la república neocolonial, lacerada por tantas defraudaciones, hubo maestros que cumplieron la misión de formar hombres y mujeres de bien, dispuestos a luchar a favor de las mejores causas.
Los maestros y los directivos de la educación adquieren una relación de poder respecto a los alumnos a su cargo. Esta condición tan inevitable como la que se establece con los padres, debe administrarse con mucho cuidado, teniendo en cuenta en todas las circunstancias el imprescindible respeto al otro. Niños y jóvenes dan sus primeros pasos en la vida carentes de información y experiencias, pero son portadores de una personalidad, hecha de inteligencia y sensibilidad, factores básicos requeridos de desarrollo a lo largo de su formación.
Vuelvo a mis recuerdos. A través de momentos de angustias inenarrables al percibir incomprensión por parte de mis mayores. Corresponde al adulto dar la mano y ofrecer seguridades, persuadir y razonar aplicando el porqué y el para qué de las cosas, todo ello sin caer en paternalismos que enmascaran la subestimación del otro. Así, desde temprano, se va construyendo el ciudadano que necesitamos.
En Cuba, como en otras partes, escasea la vocación por el magisterio. En otros tiempos, a pesar de la modestia material de su condición, el maestro gozaba del respeto reverente de la comunidad. En sus manos estaba el destino de las nuevas generaciones. Ahora, otras profesiones tienen más brillo, mientras el profesor se convierte, ante los jóvenes y sus familiares, en el gran culpable de las indisciplinas y los fracasos académicos, víctima a veces de hostilidad irracional. Corresponde al conjunto de la sociedad preservar su imagen y proteger su autoridad, con la finalidad de estimular vocaciones latentes y contribuir a la eficacia de su desempeño.
Como los cimientos de un edificio, en el maestro que permanece en el aula se encuentra la clave que sostiene todo el sistema. Aprovechemos la alegría del nuevo curso para revisar conceptos y devolver lustre a la figura del maestro según la mejor tradición pedagógica cubana.