Estaba entrando en el vestíbulo del flamante Retiro Odontológico —hoy Facultad de Economía— donde el mural de Mariano ocupaba la pared de la derecha. Alguien avanzaba en dirección contraria. Al caminar por mi lado, musitó: «la policía está arriba». Eran los años de la dictadura de Batista. Los incautos cayeron en la redada. Pasaron la noche en el Buró para la Represión de Actividades Comunistas (BRAC) y salieron debidamente fichados. Nos habían invitado a integrar un simbólico Comité de solidaridad con Guatemala. No podíamos negarnos. Los trágicos acontecimientos ocurridos en ese país nos habían estremecido. Por mi parte, desde mis estudios de historia del arte, yo soñaba con visitar Chichicastenango, que atesoraba ricos testimonios de la cultura maya.
Jamás una guagua salió a tiempo. Jamás llegamos a Holguín con la certeza de que habría al menos un chance para darse un bañito, o para comer algo más que la completa inequívoca de todos los eventos. El Gabinete Caligari seguramente iba a estar atestado de gente que seguramente el «inventor» de todo, Alexis Triana (antes de quedarse por completo sin voz) ni siquiera había dejado dormir por días, pero aún les quedaban fuerzas para abrazarte, para preguntarte por el viaje (que sabían había sido interminable, como sucede cuando los pasajeros son artistas ¡y jóvenes!) y engancharte la credencial para que te metieras de un tirón en las Romerías de Mayo y supieras que iba para largo la historia de no dormir, de las ojeras eternas, de enfrentarte a un programa con más de cien actividades por jornada, de la calle atestada de holguineros que se multiplican por segundo, de conciertos que te costará olvidar, de danza, performances y teatro en cada esquina, de poetas leyendo con el Angelote, de cafés en Las tres Lucías mientras en la pared la vida se dibuja en forma de película; de noveles investigadores ansiosos por arreglar el mundo…
Ahí van jadeantes y empapados por el sudor de sus bríos sin denotar cansancio, porque sus piernas y brazos se han acostumbrado a esa condición física que exige su vital oficio.
Responsabilidad. Por ti y por todos. Es lo que se nos ha pedido desde que la COVID-19 trastocó la vida, incluso cuando aún no había sido clasificada por la Organización Mundial de la Salud como una pandemia, pues ya para ese entonces nuestro país esgrimía un Plan de Prevención y Control de la enfermedad.
Por varios motivos pertenezco a la categoría selecta de las personas vulnerables. A pesar de saberlo, confieso haber ofrecido resistencia a la reclusión. A lo largo de muchas décadas el estudio y el trabajo se han convertido en una segunda naturaleza, algo tan necesario como el oxígeno que respiro. Puedo hacerlo a distancia, pero me gusta tocar la realidad con las manos y predicar con el ejemplo. La idea de apartarme al recogimiento del hogar me hacía sentir culpable respecto a aquellos que, en medio de la pandemia, afrontan la responsabilidad de la toma de decisiones en un complejo contexto sanitario y económico, en lucha contra el dogal de un bloqueo que, lejos de ceder, impone cada día una nueva vuelta de tuerca. Pensaba en los trabajadores de la salud que asumen riesgos en jornadas sin reposo, en los campesinos apegados al surco, en los obreros de las industrias, en todos aquellos que aseguran la marcha de la vida. Un reflejo condicionado me incitaba a asumir responsabilidades en tiempos difíciles. Comprendí, al cabo, que la tozudez constituía no solo una amenaza para mi vida, sino que estaba comprometiendo a quienes me rodean. Acepté. Ahora me siento encerrada en un submarino —que no es amarillo— y trato de elevar hacia el exterior un minúsculo periscopio.
Cuando llegó a mí la noticia de la muerte de Marcos Mundstock, la pasada semana, ya estaba emplanada nuestra página dominical del dedeté, y aunque estuve tentado a sustituir el texto pensé que esto me llevaría otro día de permanencia en el periódico y por ende en la calle. Decidí entonces esperar con calma nuestra próxima edición porque, en realidad, nunca es tarde para hablar de Les Luthiers.
Si fuéramos a graficarlo con una parodia cubana, a Reporteros sin Fronteras (RSF), la organización no gubernamental (ONG) de origen francés que nació, al parecer, con un fin admirable y terminó con más ínfulas que decencia, le ocurre como a algunos CVP —vigilantes— de nuestro Archipiélago: terminan traicionándose a sí mismos.
¡No habrá desfile! Por vez primera desde que usaba pañoleta, o tal vez antes, no estaré entre la mayoría de rojo, azul o blanco, ni gritaré consignas en la plaza, o de paso por el Mausoleo a los Mártires de Artemisa, donde los de esta tierra rendimos tributo al comenzar mayo.
Paquete es una palabra con muchas sinuosidades en Cuba. No siempre, al acudir a ella, nos referimos a lo mismo que en otras geografías donde, más que a estos, los trabajadores debieron soportar terribles paquetazos, casi siempre —y en eso sí hay coincidencia semántica con nosotros—, con sus buenas mentiras y manipulaciones mediante.
Yo estoy orgullosa de mi país y no me apena decirlo, mucho menos me escondo para hacerlo. Regreso a Martí en estos tiempos tremendos, de tantas definiciones: