Por varios motivos pertenezco a la categoría selecta de las personas vulnerables. A pesar de saberlo, confieso haber ofrecido resistencia a la reclusión. A lo largo de muchas décadas el estudio y el trabajo se han convertido en una segunda naturaleza, algo tan necesario como el oxígeno que respiro. Puedo hacerlo a distancia, pero me gusta tocar la realidad con las manos y predicar con el ejemplo. La idea de apartarme al recogimiento del hogar me hacía sentir culpable respecto a aquellos que, en medio de la pandemia, afrontan la responsabilidad de la toma de decisiones en un complejo contexto sanitario y económico, en lucha contra el dogal de un bloqueo que, lejos de ceder, impone cada día una nueva vuelta de tuerca. Pensaba en los trabajadores de la salud que asumen riesgos en jornadas sin reposo, en los campesinos apegados al surco, en los obreros de las industrias, en todos aquellos que aseguran la marcha de la vida. Un reflejo condicionado me incitaba a asumir responsabilidades en tiempos difíciles. Comprendí, al cabo, que la tozudez constituía no solo una amenaza para mi vida, sino que estaba comprometiendo a quienes me rodean. Acepté. Ahora me siento encerrada en un submarino —que no es amarillo— y trato de elevar hacia el exterior un minúsculo periscopio.
Numerosos adultos mayores se han mantenido en plena actividad. Procuran los suministros para la familia. Desafían el frío en nuestras escasas jornadas invernales y padecen el sol durante el resto del año. La dura tarea tiene sus compensaciones. Seguir siendo útiles acrecienta su autoestima y las largas caminatas favorecen, tanto el bienestar físico, como el intercambio social con vecinos y los desconocidos que comparten las colas y las visitas a los agromercados. Otros, encontramos en nuestras labores un sentido de la vida y una posibilidad de participación.
El súbito cambio que experimentamos puede tener repercusiones en lo físico y en lo mental. Un amigo me comentaba hace poco que para mantenerse en forma da vueltas como un trompo en un breve espacio. Comprendí, por mi parte, que no podía caer en el vacío, hundirme en la desidia, dejarme envolver por la angustia. Tenía que aferrarme a una rígida organización del tiempo, levantarme a la hora de siempre, ocuparme desde la distancia de la marcha del trabajo, escribir cualquier cosa, por pura necesidad interna, atender puntualmente a las informaciones y a la cotidiana conferencia de prensa de la mañana. El doctor Francisco Durán ofrece datos precisos en tono cálido y persuasivo, como quien conversa con un interlocutor cercano. Sabe fundir su yo en nosotros. Estoy convencida de que el imponerse tareas asegura la supervivencia del ser humano en circunstancias difíciles.
A pesar de todo, el mal, de origen desconocido, invisible y omnipresente, genera incertidumbre. Ignoramos la duración del encierro, las posibilidades de regreso de la pandemia y sus repercusiones. Confiábamos en que, junto al fuego, Prometeo nos había entregado el dominio irrestricto de las fuerzas de la naturaleza. Éramos capaces de producir inteligencia artificial y de enviar naves a explorar otros planetas. Habíamos conjurado la peste bubónica, la poliomielitis y la viruela, epidemias recurrentes en otros tiempos. Los inventos de la tecnología nos deslumbraban. De repente, recibimos una brutal lección de modestia. Al abrir los ojos descubrimos que seguimos siendo vulnerables y que la supervivencia de la especie depende de la voluntad de unir saberes y rescatar valores solidarios esenciales.
En ese contexto, la imaginación puede resultar un arma de doble filo. Hay que poner riendas a «la loca de la casa» para que no se desordene, impulsada por el desbordamiento de la información, por los consejos de curanderos que pueden recomendar la ingestión de desinfectantes y por los rumores tóxicos que abran paso al pánico. Bien conducida, la imaginación, base del conocimiento científico, nos ayuda a sobrellevar la situación con serenidad, estimula la reflexión, la reformulación de proyectos, en el análisis lúcido de la realidad que nos embarga.
Las estadísticas ofrecen la dimensión cuantitativa del fenómeno y muestran su expansión alrededor del planeta. Con razón, en espera de una curva descendente, vivimos pendientes de los datos, de los nuestros y de aquellos países distantes, porque hemos cobrado conciencia de nuestra común pertenencia a la especie. Por otra parte, en el centro del poder dominante, los políticos se manifiestan del modo más grotesco y producen una cortina de humo para distraer nuestra atención e invitarnos a mirar a otro lado. Recuerdo que, siendo muy joven, prestaba atención al movimiento de la bolsa de valores y a las fluctuaciones del precio del azúcar. Ahí se decidía, en gran medida, nuestro destino. El rejuego de la compraventa de los valores influía en la estabilidad de los Gobiernos, pesaba sobre la toma de decisiones. Para nosotros, la caída del precio del dulce condicionaba la supervivencia de muchos. En la actualidad, mientras cunde la pandemia, prosiguen las guerras localizadas en «oscuros rincones del planeta»; el hambre, la desnutrición y la muerte por enfermedades curables subsisten en amplias regiones de la Tierra. Al escuchar las cifras, trato de rescatar el rostro humano oculto tras los números abstractos. Evoco los barrios de mi ciudad y los lugares de mi país donde aparecen los enfermos. No olvido tampoco los sitios que una vez conocí, los suburbios de París, reductos de violencia tras el esplendor de los bulevares, el andar apresurado de los habitantes de Milán, allí donde Leonardo da Vinci nos dejó La última cena, o los acogedores portales de Turín. No olvido tampoco la espina dorsal de nuestra América, la imponente cordillera andina, Cali, Medellín, Bogotá, donde observé a los gamines durmiendo, envueltos en periódicos, ante las puertas de las casas. Hay que abrir el espectro noticioso a las múltiples aristas de la realidad del mundo y contribuir a que la imaginación haga lo suyo para que en el horror de la pandemia florezca nuestra espiritualidad.