Milán, Madrid, Moscú, Nueva York, Río de Janeiro, en todas ellas y en muchas otras ciudades, la pandemia ha mostrado dramáticamente la extrema vulnerabilidad de esos conglomerados humanos. Con la primera Revolución Industrial, las urbes crecieron desmesuradamente. En nuestra América, el empobrecimiento de las zonas condujo a la formación de desordenadas metrópolis, algunas de las cuales cuentan con más habitantes que la isla de Cuba en su totalidad. Para evitar la diseminación caótica de construcciones, los Gobiernos procedieron a establecer regulaciones urbanas que definían la altura media de los edificios, la amplitud de las aceras, el empleo de los balcones y otros detalles arquitectónicos atemperados a las características de cada barriada.
Lo he dicho otras veces. Soy una fumadora, aunque nunca haya puesto un cigarro en mi boca. Tengo que serlo porque de todas las personas que me rodean, la mayoría (quizá) fume, y el humo de sus bocanadas se cuela por mi nariz, sin que se apenen por ello y sin que yo, muchas de esas ocasiones, proteste.
Me he mudado de nuevo. Para «variar», he cambiado de casa o, mejor, otra casa me ha cambiado a mí. Hecho todo un experto caracol (medio africano) con el hogar en la cabeza, regresé a la vieja práctica de dispersar temporalmente mis piezas entre familia y amigos para darme cuenta, a la hora de la reunificación material y del inventario tras la venta-compra, de que en el lance recibí mucho y regalé un poco, de que algunos libros quedaron en el camino, de que ciertos objetos me pidieron la baja definitiva y de que diversas pertenencias dejaron de pertenecerme porque —¿no han oído hablar de la inteligencia de las cosas?— decidieron que era hora de buscar suerte en castillo mejor plantado.
Los que tengan algunas décadas o ya peinen canas, seguro se acuerdan de un anuncio televisivo con enfoque vocacional en el que un infante se acercaba a un agente del orden público y le decía «Policía, policía, tú eres mi amigo».
Por estos días de aislamiento domiciliario por la COVID-19, los mellizos de seis años de edad de un matrimonio amigo se sienten —¡increíblemente!— de plácemes. «Mis amores, se los pido por favor, ¡guarden un poco de energía para las vacaciones!», les ruega su joven mamá cuando los ve correr y saltar de aquí para allá y de allá para acá por toda la casa. El par de pícaros parecen confirmar aquella antigua aseveración de que todos los gemelos son revoltosos.
Las conté. Eran 29 personas, aguardando su turno para ser atendidas por la ventanilla de la farmacia. Fui la 30 al llegar, y esperé a que alguien marcara detrás de mí para cruzar y sentarme en mi portal hasta que avanzara la cola un poco.
El insomnio apareció en una etapa tardía de mi existencia. Desde entonces, logro superarlo tan solo con apoyo de medicamentos. Muy precozmente descubrí que la máquina pensante no dejaba de funcionar a ninguna hora. Utilicé el hallazgo empírico con fines utilitarios. En vísperas de exámenes me recogía temprano, después de un último repaso a puntos esenciales de la materia pendiente de comprobación. Al despertar, los datos se desplegaban con nitidez como proyectados en una pantalla.
Muchos se han preguntado qué será lo mejor cuando regresemos a la normalidad. Seguramente algunos piensan en los abrazos y los besos, incluso con desconocidos, o en la posibilidad de movernos por la calle, viajar en guagua de un lado a otro de nuestras ciudades, ir a las tiendas (aunque no siempre sea de compras) y sobre todo andar sin nasobuco y sin miedo a contagiarnos con la COVID-19.
No sé qué dirán mis vecinos, si acaso se han convertido en mis primeros oyentes, si mis lecturas o improvisaciones alcanzarán a tanto; pero mi voz anda desafiando las tardes, las noches, cruzando las madrugadas. Estos días, estas semanas, son de un aprendizaje profesional y humano que nos marcará de por vida.
La persistencia de pasar de la alerta a obrar resueltamente con un golpe sistemático contra los delincuentes, única manera, incluso, de desalentar a los propensos a delinquir, refleja ahora un horizonte más promisorio para acabar o, al menos, menguar la impunidad con que se han acostumbrado a actuar determinados sujetos.