Por estos días de aislamiento domiciliario por la COVID-19, los mellizos de seis años de edad de un matrimonio amigo se sienten —¡increíblemente!— de plácemes. «Mis amores, se los pido por favor, ¡guarden un poco de energía para las vacaciones!», les ruega su joven mamá cuando los ve correr y saltar de aquí para allá y de allá para acá por toda la casa. El par de pícaros parecen confirmar aquella antigua aseveración de que todos los gemelos son revoltosos.
«Estoy haciendo todo lo posible por cuidarme y no ir a parar a un centro para sospechosos, pero cuando esto se normalice pediré que me ingresen en el hospital siquiátrico», asegura la madre, en broma y en serio, mientras observa con ojos resignados cómo Saulo y Paulo, con sus nasobucos puestos como si fueran antifaces, riñen, chillan, patalean y lanzan al aire los cojines bordados de los muebles de la sala.
«Ya no encuentro qué hacer para tranquilizarlos», agregó, y le iba a sugerir un poco más de paciencia («Es que son niños», los justifiqué), cuando un cojín extraviado voló hacia mí y me tumbó de las manos la taza con la que acababa de saborear un riquísimo café, que se hizo pedacitos sobre el piso.
¡Quedé petrificado en mi butaca! Ella los reprendió desde la suya y ellos, cabizbajos, se disculparon a su manera y se apaciguaron. Me hicieron pensar que, en determinadas circunstancias, un regaño oportuno y equilibrado puede hacer milagros en materia correctiva.
Josué, el nieto de un mecánico al que frecuento, también hace de las suyas durante su confinamiento entre cuatro paredes. Todos en su casa se empeñan hasta la obstinación en buscarle «algo» que lo distraiga, aunque sea durante una hora —¡una modesta hora! —, pero en vano: ¿Quién retiene tanto tiempo en una misma actividad a un diablillo de solo cinco años?
«Hace un par de sábados decidí pintar el comedor y se me ocurrió “invitarlo” a que me ayudara —me cuenta mi amigo—. ¡Ni te imaginas lo contento que se puso! Le di una latica con pintura y un pincel. “Pinta aquí”, le dije, y le señalé un trozo de pared. Empezó muy bien, pero cometí el error de quitarle la vigilancia. Al rato sentí un ruido a mi espalda. Josué había derribado “sin querer” sobre el piso el galón de pintura que yo, incautamente, le había colocado cerca».
La lectura divierte a la gente menuda. Lo sé porque bastante que lo hice con mis hijas cuando eran pequeñas. Aun cayéndome de sueño, nunca me negué a (re)leerles La Edad de Oro o Corazón, sus libros preferidos. Leerles a niños exige cierta dosis de fantasía… ¡pero sin exagerar!
«La niña se desveló y a pesar de que era tarde no pude dormirla —le escuché contar a una doctora—. Tomé el libro Había una vez y comencé a leerle por enésima oportunidad a Cenicienta. Como me dolían los ojos, en una parte del relato inventé que la criada convertida en princesa se iba a acostar porque se sentía enferma. Mi niña no se tragó mi imaginario libretazo y me replicó muy seria: “Mami, ahora no me digas que Cenicienta tenía coronavirus”. Casi me muero de la risa».
A otros familiares la conducta de sus vástagos en aislamiento no les da ninguna gracia. «Maikel rompió la lámpara de la sala jugando fútbol», se queja un papá. «La niña me gastó los datos de mi celular», se lamenta una mamá. «Jessica me está dejando sin hojas con sus dibujos», protesta un hermano. «Cada minuto Lino abre y cierra el refrigerador», censura una abuela. «Solo sabe decir “Tengo hambre” y “Estoy aburrido”», reprocha un abuelo. Y así…
El anecdotario infantil es copioso y variado. Se entiende, porque la pandemia conmina a los cubanos a permanecer en casa todo el tiempo y a transformar su cotidianidad. Y si para los adultos este encierro resulta estresante, ¿qué decir de los niños? Sus padres recurren a opciones como películas, bombitas de jabón, juegos de damas, parchís, dominó, videojuegos… Pero —¡ay!— no siempre funcionan. «Ni siquiera duermen, ahora que pueden hacerlo», dice otra mamá.
Cuando el coronavirus sea derrotado por estas medidas de aislamiento —fastidiosas, pero necesarias—, nuestros infantes sincronizarán sus relojes biológicos y retornarán a sus rutinas sociales. «Son niños», los justifico de nuevo. Y esta vez sin un almohadón volador que me tire la taza sobre el piso.