Casi dos semanas después, llegó a Cuba el polvo del Sahara. A punto de cumplirse los 15 días de iniciada la recuperación en la mayor parte del país, la nube apareció, después de atravesar 4 000 kilómetros sobre el mar, y bañó el cielo con los destellos dorados del desierto. Era una visión un tanto irreal, que nos movía entre el asombro y la belleza, al ver cómo aquel brillo envolvía todo lo que aparecía en el horizonte.
Soy una superviviente de aquellas intensas jornadas de debate en la Biblioteca Nacional clausuradas por el discurso de Fidel conocido luego con el nombre de Palabras a los intelectuales. Los participantes respondían a un variado perfil. La mayoría estaba conformada por escritores y artistas. Había también historiadores y arquitectos, en correspondencia con una concepción amplia de la cultura. Era junio de 1961, transcurridos apenas dos meses desde la victoria de Girón. Faltaba poco para la celebración del congreso que daría lugar al nacimiento de la Uneac.
¿De qué serviría denominar teatros, calles, escuelas, festivales, eventos... con sus nombres ilustres ahora empujados por un rapto de sincero orgullo mayor, por la emoción, si después, con los días, con los años, no les hacemos reverencias por lo mucho grande que nos entregaron, nos legaron?
La vi venir, la vi rodar, quebrar la cerca, anclarse en el fondo del patio. Aquella enorme roca, excavada del fondo, sacada de la tierra, de allí donde nacería un pequeño reparto. Odié a la invasora que destruyó la armonía de mi patio. Intenté reducirla a golpes, arrancarle su cresta pétrea, rebajarle sus bordes. Todo inútil, la mandarria escapó de mis manos. Un Sísifo varado, posmoderno, sin poderla rodar.
Hay en esas numerosas historias de amor y desamor que protagonizamos como profesores de secundaria básica, por all&aacut...
Celebrar un acontecimiento existencial junto a parientes y conocidos no resulta en lo absoluto extravagante para quienes habitamos esta Isla apasionada y cumbanchera. «Nació mi hijo, compadre, ¡te invito a un trago!», le dice, en tono eufórico, un flamante papá a su mejor amigo. Y como del dicho al hecho solo hay un trecho, ambos toman rumbo al bar más próximo, le piden al barman un par de «dobles» y brindan por la nueva criatura que acaba de asomarse a la vida.
Por razones de trabajo, hubo un tiempo en que viajé con cierta frecuencia a la Isla de la Juventud, conocida todavía como Isla de Pinos. En una ocasión, aproveché la estancia para llegar hasta Punta del Este y conocer la huella dejada allí por los primeros pobladores de Cuba. Las célebres cuevas de Altamira guardan la expresión de un arte representativo. Las de Punta del Este, en cambio, parecen anunciar la aparición del abstraccionismo geométrico.
Ahora que los cubanos nos aprestamos a transitar nuevas fases en nuestra larga revolución por la vida —que es, en definitiva, el objetivo central de la otra y única Revolución—, desde el Gobierno hasta el hogar más distante la gran pregunta en familia es con qué quedarse y qué cambiar en una ignota normalidad que, aun sin llegar, ha adquirido aquí y allá disímiles apellidos: nueva, diferente, inédita… incluso se le pudiera considerar «anormalidad» a tenor de algunas prácticas que las muy sabias sociedades modernas estaban simplemente practicando mal.
En este trance de recogimiento para atajar con perspicacia el posible desenlace fatal, se avivan en la memoria recuerdos, recientes o más añejos de mi generación, que vivió por suerte momentos definitorios de nuestra viril y emancipadora historia.
No es normal, no es normal, no es normal… repetía como en el estribillo de una serenata interminable un reconocido político cubano hace varios meses. Lo hacía cuando todavía el coronavirus no parecía más que una cepita inquietante relamiéndose con su aparición en un mercado de la lejanísima Wuhan y su inesperado y luctuoso Bib bang no la esparcía a la velocidad de un rayo por los cuatro costados del planeta.