La vi venir, la vi rodar, quebrar la cerca, anclarse en el fondo del patio. Aquella enorme roca, excavada del fondo, sacada de la tierra, de allí donde nacería un pequeño reparto. Odié a la invasora que destruyó la armonía de mi patio. Intenté reducirla a golpes, arrancarle su cresta pétrea, rebajarle sus bordes. Todo inútil, la mandarria escapó de mis manos. Un Sísifo varado, posmoderno, sin poderla rodar.
Su castigo fue el olvido…. hasta que un día descubrí con mis compañeros de juego, que podía ser un iceberg, un meteorito, un trampolín, un escondite. «Seguro está detrás de la piedra», siempre me descubrían. La piedra se convirtió en el centro de nuestras fantasías. Encima de aquella mole nos sentíamos crecer.
Mi Stonehenge en esbozo, mi Gibraltar enano, mi pedazo de luna.
Fue mi atalaya. Desde allí podía contemplar la extensión de mis dominios, divisar mis portentos. Y me sentía feliz. ¿Has visto los plátanos sin una sola mancha, una sola negrura? ¿La guayaba temblando entre las ramas? ¿Has probado el mango bizcochuelo, con su masa olorosa, firme, casi erótica?
Intentamos fomentar a su vera un pequeño vivero, un semillero, un jardín medicinal; mas la mano no salió buena, o acaso la piedra conspiraba en silencio. Tal vez un rumor que nunca supimos escuchar. Solo el aloe, la sábila, la planta milagrosa halló cobija en su humedad y se extendió a su sombra.
Los fines de año, su lomo duro hacía función de mesa. Desde temprano se reunía la familia: la sangre y el espíritu son invencibles. El ñame volvía al plato. Se abría un hueco en el patio, se llenaba de carbón. Y giraba la púa, giraba el cerdo, giraba la música, giraba la vida.
El tiempo la devolvió al olvido. Otra vez. Muchas veces. Se hubieran reído de semejante simpleza, de la extravagancia infantil de patios y de piedras, cuando había que apurarse, correr, preparar el futuro. Y así estuvo cumpliendo su existencia de piedra, jugando a la quietud, serena, imperturbable.
La piedra volvió a mí en un dolor.Fue la balsa que recibió a un náufrago en tierra. Lo único que no parecía hundirse en torno mío cuando se fue mi madre. La nave sin velas a la que me subí a mirar al cielo, a interrogar el aire, a implorar un milagro. Acuclillado, escorado, solo.
En estos días de aislamiento, estoy regresando a la memoria, al suelo más fecundo, al lado de mi padre. Al limonero y a la humilde manzanilla, al esfuerzo del fruto y de la flor. Uno no ve nunca lo que tiene cerca: lo pierde para seguir aquello que nos parece decisivo. Estos días se nos quedarán grabados por las pequeñas cosas. «La estrella es la estrella, pero el guijarro es mío… ¡Y lo amo!», escribió Dulce María Loynaz. Ella sabía.
Yo juré que saldría de estas lomas. Anótalo, le dije a mi mejor amigo. Y ahora que estoy aquí, meditando, como una piedra sobre otra piedra. Ahora que estoy anclado en el fondo del patio, las preguntas me asaltan: ¿qué mundo habré perdido? ¿Cuáles son las cosas que realmente importan? ¿Qué nos define? ¿Qué nos salva?