Por razones de trabajo, hubo un tiempo en que viajé con cierta frecuencia a la Isla de la Juventud, conocida todavía como Isla de Pinos. En una ocasión, aproveché la estancia para llegar hasta Punta del Este y conocer la huella dejada allí por los primeros pobladores de Cuba. Las célebres cuevas de Altamira guardan la expresión de un arte representativo. Las de Punta del Este, en cambio, parecen anunciar la aparición del abstraccionismo geométrico.
De débil contextura, nuestros primeros habitantes fueron llegando desde la América del Sur, después de recorrer, en frágiles canoas, el arco de las Antillas. Sembraron yuca, vivieron en bohíos, produjeron artículos necesarios para la vida, junto con algunos que no tuvieron carácter utilitario. Esos vocablos se incorporaron a la lengua española, a la que se añadió también la palabra alusiva al más temido fenómeno natural, el huracán. Su impronta testimonial en la cueva de Punta del Este plantea numerosas interrogantes acerca del sentido de la obra. Quizá constituyera un modo de conjurar la amenaza de un acontecimiento de origen misterioso que se abatía regularmente sobre los hombres y destruía sus escasos bienes.
De cualquier manera, en el origen, arte, filosofía y letras estuvieron estrechamente entrelazados. Con el paso de los siglos, en la medida en que se impuso la división del trabajo, fueron adquiriendo una progresiva independencia. Pero la creación artística no ha dejado de ser una vía específica de acceso al conocimiento, indisolublemente vinculada a una concepción del mundo, al culto de los muertos en el antiguo Egipto, al rescate de la dimensión humana de la maternidad en las catedrales góticas.
El surgimiento del capitalismo condujo a la conversión del arte en mercancía. Como un condenado a trabajos forzados, perseguido siempre por sus acreedores, Honorato de Balzac tenía que someterse a las reglas establecidas por el folletín. Cada capítulo de sus novelas tenía que cerrar con una interrogante que impusiera al lector la necesidad de adquirir la siguiente publicación para encontrar continuidad y respuesta. Volcó esa experiencia en Ilusiones perdidas. Aspirante a escritor, el protagonista Lucien de Rubempré recorre un peregrinaje a través de editores reducidos a la condición de puros fabricantes de mercancías. En el siglo XIX aparecían los galeristas que habrían de comprar por centavos obras que alcanzarían cifras millonarias. En la contemporaneidad, cuando el valor del dinero está sujeto a las crisis económicas, invertir en arte significa adquirir un bien con valor duradero y, con frecuencia, creciente.
Aventura del conocimiento, la creación artística explora los conflictos y vericuetos de la condición humana. Al decir del poeta Arthur Rimbaud, somos un barco ebrio sacudido por tempestades de todo orden. En el andar de la historia, las obras que conservan presencia viva nos revelaron la serena armonía de la madre con el hijo en el regazo. La fractura del barroco mostró las tensiones generadas por el poder, la imagen de la Pietá, madre dolorosa con el hijo derrumbado sobre sus rodillas, el paso de las edades en el hermoso cuerpo adolescente de David y la venerable ancianidad de Moisés, sacó a la luz el universo soterrado de la mendicidad y la picaresca, las mañas del escalador Tartufo, afinó el látigo satírico de Quevedo, mientras la renovación de los códigos de la arquitectura evidenciaba el precario equilibrio entre ilusión y realidad. La incisión en lo más profundo de nuestro ser individual y social tiene una función liberadora, afincada en el reconocimiento de lo que somos y resulta por tanto trampolín indispensable para nuestra plena emancipación.
A partir de la conversión del arte en mercancía, el capitalismo castra la función emancipadora del arte. Al socaire del neoliberalismo, con la hegemonía impuesta sobre los medios de comunicación, avanza todavía más en la perversa esterilización del papel del arte. Efímera feria de vanidades faranduleras, devenido bien de consumo desechable, produce espectáculos concebidos para someter y seducir, desde un emisor unidireccional, a un destinatario modelado a su antojo. Socava así la naturaleza esencial de la creación artística, su carácter dialógico abierto a múltiples significados, garantía de trascender de lo local a lo universal, del ayer al hoy y al mañana. Por esa razón, a pesar de los milenios transcurridos, nos sigue conmoviendo la confrontación trágica de Edipo Rey con su destino. Tuvo que arrancarse los ojos por no haber sabido reconocer la realidad que comprometía su existencia, la de su familia, la de los ciudadanos de Tebas.
En este mes de junio hemos evocado los 90 años del nacimiento de Armando Hart, protagonista de la vanguardia histórica de la Revolución y lúcido gestor de nuestro pensamiento cultural. Está próximo a cumplirse un aniversario de las Palabras a los intelectuales, pronunciadas por Fidel en la Biblioteca Nacional. No es hora de recuentos rutinarios. La utilización perversa de la cultura con el propósito de manipular conciencias llama a un amplio y profundo debate sobre el papel del arte en la lucha por la emancipación humana, cuestión decisiva en los días que corren, cuando nos amenaza la muerte del arte, la desaparición de la especie en un proceso de acelerado cambio climático y de acrecentamiento de la pobreza. Teniendo en cuenta el panorama actual y la experiencia adquirida, urge diseñar estrategias integrales para ofrecer respuesta adecuada a los grandes desafíos de la contemporaneidad. Volveré sobre el tema en próxima entrega.